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“Los salones en que he sido recibida con galantería solemne y cortesana,

tienen la forma estrecha y prolongada; lucía en ellos el rico mobiliario Luis XVI con los amplios y mullidos sofás, las consolas y mesas orladas sobre las cuales tilintean los colgandijos de cristal de majestuosos candelabros, donde se consumen las velas señoriales a las quela electricidad no ha podido desterrar.

 

Aurora Cáceres, Autora de la Ciudad del Sol, fotografía proporcinada por Sofía Pachas

 

Yo sabía, por mi padre, que en el Cuszco, tenía una tía de virginal ancianidad, la señorita Yabar, y ansiaba conocerla por ser cuzqueña: muy engalanada como debió hacerlo su belleza a los quince años, me recibió en el mejor salón de su casa, donde fui conducida ceremoniosamente y fríamente por la anciana criada de la familia, que vestía el polícromo traje provinciano. Después de cortos minutos de espera durante los cuales mis ojos curiosos escudriñaban todo, apareció la simpática señorita, que soporta la ancianidad con grácil flexibilidad: magnífico camafeo cerraba el corpiño de seda negro que se adaptaba al cuerpo, ajustado con botones; amplia falda de seda que hinchaba, la engalanaba como una princesa de Trianon ; abolenga redecilla encerraba sus cabellos obscuros. Largos aretes de topacios caían de sus orejas tristemente, acariciándola el rostro cual lágrimas cristalizadas que llorasen el divino tesoro de la juventud perdida.

 

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Imagenes del Cusco que visitó Evangelina

Muy tierna, muy amable, la señorita Yábar guardó siempre la compostura y dignidad de los tiempos virreinales. Me había ofrecido el sitio que en el hogar cuzqueño se destina a la más alta personalidad que a ellos penetra: un sillón, colocado en medio de dos clásicos sofás.

 

La ceremonia, la etiqueta me había subyudado al punto que si me hubiesen hablado de mi pied-à-terre parisiense, del bullicio de los camaradas de arte y de ingenio, yo misma me hubiese desconocido, pues sentía que en mi ser había penetrado el espíritu de alguna abuela centenaria: la paz, la quietud del ambiente en el viejo hogar me abrumaba.

 

Hablamos de cosas tristes, de abuelos, de vínculos de familia, de muertos que no conocí, de enfermedades, de pesares soportados con cristiana resignación…..

 

Endulzó esta charla el amoroso recuerdo que la señorita Yábar dedicó a la juventud de mi padre y comprendí que con él, el parentesco terminaba.

 

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Textos y fotos del libro original.

La luz de la tarde desapareció lentamente y la oscuridad invadía de melancolía la estancia; hubo minutos de silencio, de recogimiento….; el retrato del primo, monseñor, vestido de seminarista romano había ocultado su dulce mirada.

 

La vieja india gobernanta de la casa, apareció suavemente, con las pisadas amortiguadas como algo que se desliza, luego otra más joven, después otra. Instantáneamente encendieron las bujías y apareció una magia de luz movible, de parpadeos en un despertar lejano, que se reflejaba en los enormes espejos de ricos marcos dorados los cuales parecían que las paredes soportaban con dolor.

 

Las velas ardían en todas partes, sobre las consolas, sobre la mesa ovalada y grande, sobre las chicas, y se replicaban reproducidas en las lunas venecianas con chisporroteos, cual luciérnagas de alas abiertas, alucinante otras, se escondían o se consumían exhaustas; vestales inmaculadas, agotadas en la angustia del calor que consume.

 

Al despedirme la vieja india me abraza tiernamente, prodigándome el dulce vocabulario serrano, como si hubiese crecido en sus brazos, ya le habían dicho que por parentesco pertenecía a ese hogar. La matrona encontraba poco dignas sus zalemas….

 

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Aurora Cáceres, Evangenlina

Acompañada con cortejo de velas encendidas, descendí las amplias escaleras de piedra; oí el chirrido del grueso cerrojo de la puerta de calle que se abría para darme salida; miré detrás el patio obscuro con la arquería de sus claustros y recordé que en los palacios vieneces sólo a los príncipes se les concedía el cortejo de velas encendidas.....

 

Allí dentro quedó la anciana, en el hogar colonial, sumergida en recuerdos, entronizada en el pasado de su alma impenetrable.

En la calle hube de andar muy de prisa, la indiada se amotinaba, corría silenciosa, con ese silencio trágico de las revoluciones sangrientas.

 

Era la época de las elecciones parlamentarias y un candidato por Ayaviri, acababa de ser asesinado por su contendor; forma no frecuente, pero con la que a veces se obtiene la elección unánime en algunas provincias. Llegué al hogar que me brindaba hospedaje y no tarde en ver la ciudad que ardía en un castillo de balas. Protestaban por el muerto y la autoridad acuartelada en el palacio prefectural, se defendía con una pequeña guarnición haciendo disparar los rifles al aire y también contra la indiada.

 

Fragmento tomado del libro La Ciudad del Sol de Aurora Cáceres

 

 

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