Miguel Rubio del Valle, narrador literario, guionista y antiguo colaborador de Valicha, nos envía un relato donde el tema de la muerte se conjuga con la vitalidad y el humor.

Esta combinación puede parecer insólita para muchos, pero no para los andinos, cuya filosofía de la muerte se ha expresado tradicionalmente de esa manera, por ejemplo en el discurrir alegre y juguetón de fiestas como la Virgen del Carmen en Paucartambo. Aunque el relato se refiere a Lima, se trata, es evidente, de una Lima llena de provincianos. Rubio del Valle en breve publicará un volumen de cuentos. Estamos a la espera.

 

DÍA DE LOS MUERTOS

El primer indicio de lo que vendría me lo dieron Jonathan, Lucero y su abuela. Los
tres iban sentados delante de mí en el ómnibus que había iniciado su recorrido en el lugar donde la línea 73 nos había dejado a Anja y a mí, en Villa María del Triunfo. Anja – una suiza encantadora y muy inteligente, que conoce y quiere al Perú mucho más que bastantes peruanos – me había hablado días antes de lo interesante que era la celebración del día de los muertos en el cementerio de Nueva Esperanza, el segundo más grande del mundo. Movido por sentimientos de curiosidad y vergüenza – en mi puta vida había oído hablar de ese cementerio – decidí acompañarla el viernes. No hice caso, por cierto, de sus advertencias sobre lo grande que era el lugar, lo mucho que se caminaba y además en subida. Si algo me pasa, le dije, me entierran ahí mismo y se acabó el problema. Zanjado el asunto, nos encontramos en la Plaza de Barranco un poco más tarde de las once de la mañana y subimos a una 73 limpia, con lugares para sentarse y, como si esto fuera poco, con buena salsa. De la de antes, claro. Por indicación del cobrador, bajamos un poco antes del mercado de Santa Rosa, muy cerca del límite de mi conocimiento de la zona. Al poco rato pasó un ómnibus vacío, recogiendo gente al grito de guerra de:
-        ¡Nueva Esperanza! ¡Cementerio, cementerio!
Anja y yo subimos, seguidos de una cantidad de gente tal, que llenó el vehículo en veinte segundos. En el primer asiento del lado izquierdo – nosotros estábamos en el segundo – iban dos señoras, niños y otras personas, apretujadas alrededor del asiento. Los niños eran Jonathan y Lucero. Me llamaron la atención sus expresiones, como sorprendidas, y de inmediato le pregunté al niño por su nombre. Me lo dijo. Una de las señoras de adelante completó la información, diciéndome que la niña se llamaba Lucero y, para mi sorpresa, que ambos eran argentinos.
-        Mi mamá también – confesé, tratando de caer simpático -. ¿A quién vienen a ver? – pregunté a continuación.
-        A mi hija – respondió la señora -. Era la mamá de ellos y se murió a los 22 años, así que se quedaron conmigo, con su abuelita.
-        Su abuelita los quiere mucho – terció la señora de al lado.
-        Y también los agarra a correazos cuando se portan mal – dijo la abuela y todos se rieron a carcajadas.


Ese fue el indicio sobre el que hablaba al principio. La gente que abarrotaba el ómnibus no estaba triste. Todos lucían contentos. Iban a una fiesta. Finalmente, en medio de esa alegría contagiosa, llegó el momento de bajar. La calle que conducía al cementerio era un hervidero de gente. Y de comida. Toda la que se pueda imaginar. Cabezas de chancho, de las que se cortaban tajadas para sánguches con más cebolla y lechuga que carne, carapulca, sopa seca, dulce de calabaza, todo tipo de panes – en especial de los llamados “guaguas” – juanes, caldo de gallina, chicharrón, pollo bróster, yuyos, naranjas, jugo de toronja y cuanto se puede comer. No faltaban, naturalmente, las flores, de todos tipos y colores, naturales y artificiales. Ni tampoco el trago, porque ¿puede llamarse fiesta a una en la que no haya trago? Lo que más se vendía era, por supuesto, chelas, pero también había vino y ron.
-        ¡Brahma, Brahma a dos soles!- Gritaban vendedores y vendedoras.
Esa mercadería salía más rápido que el rayo, a pesar de que muchos grupos familiares ya llegaban cargando sus propias cajas, más las que llevaban puestas. Algunos, los que llegaron temprano – era aproximadamente mediodía – estaban despachando vorazmente su comida, pero la mayoría, incluidos Anja y yo, recién llegábamos. Parecía que Moisés había abierto las aguas para que transiten los deudos, con la diferencia de que a los lados no había olas, sino vivanderas y vendedores de cerveza, flanqueando, no a los judíos que escapaban de Egipto, sino a cientos de miles de deudos que iban a festejar con sus muertitos ese día tan especial. Mi impresión inicial se confirmó con las actitudes y expresiones de hombres y mujeres que se dirigían al cementerio. Risas, bromas, palmadas, abrazos. Parecía que todos iban a un baile. No había llanto, ni asomo de dolor. Realmente era una fiesta.

Finalmente, después de varias cuadras del río humano, el cementerio. Un arco sobre las rejas de la puerta de entrada, daba la bienvenida, sin aclarar si era a los vivos o a los muertos. Al costado de la puerta, un enorme cartel de la Municipalidad decía:
“Cementerio Virgen de Lourdes–2° Cementerio Más Grande del Mundo”. Me pregunté si eso sería cierto. Como no pude contestarme, le pregunté a Anja. Ella me dijo que sí, que el más grande, creía, estaba en Estados Unidos. Una vez que pasamos la puerta de entrada – había otra de salida y el orden se respetaba – me pareció ociosa la pregunta. Muy cerca de la entrada, sentadas sobre el sardinel del camino, unas viejitas descansaban.
-        ¿Esperando turno? – les pregunté, señalando las tumbas cercanas con un movimiento de cabeza.
-        Claro – me dijo una y las demás rieron de buena gana-. A todas nos va a tocar-
-        A todos – repuse yo -. Tarde o temprano.

Ninguna se molestó, ninguna se sintió ofendida. Para ellas, la muerte era parte de la vida. Seguimos camino, dejando a las señoras en medio de divertidos comentarios. El cementerio era gigantesco. Cerros de cerros (o más bien lomas) cubiertos de cruces que señalaban las tumbas. Había años, me dijo Anja, que las lomas verdean, por causa de la neblina. Esta vez estaban secas. En algunos lugares, como formando terraplenes, habían nichos más elaborados, algunos de ellos con lápidas de colores en los que se veía una imagen del rostro del difunto. En esos mausoleos – voy a tomarme la licencia de llamarlos así– se reunían las familias para festejar a su muerto. Había, entre estos, padres, madres, hermanos, hermanas, hijos e hijas. Algunos habían fallecido viejos, otros jóvenes, otros muy niños. Hasta hubo uno – de la familia Huayta – que murió asesinado. A pesar de eso, no me canso de decirlo, ni una lágrima, ni la menor señal de pena. Algunas familias le pagaban algo a las numerosas bandas que había en el lugar, para pasar la tarde bailando en rondas, mientras circulaba el trago. Otras – nosotros estuvimos con las hijas de la señora Angélica – invitaban comida – en este caso pollo con papas – con la única y piadosa condición de que le recen al difunto.


Anja y yo nos deteníamos de vez en cuando para saludar a los grupos familiares, que invariablemente nos ofrecía bebida y comida, que nosotros rechazábamos, causando en algunos casos – pocos, felizmente – cierto resentimiento. Naturalmente, como en todo lugar donde hay aglomeración de gente, había espectáculos en los que, al terminar, se pasaba el sombrero. Así, había conjuntos folclóricos que ejecutaban danzas, cantantes, travestis con globos en las nalgas y en el pecho, arpistas y, según me dijo Anja, danzantes de tijeras huancavelicanos, que no llegamos a ver. Tampoco vimos de nuevo a Jonathan, Lucero y la abuelita, seguramente perdidos entre la multitud. Habíamos estado varias horas en el cementerio –camposanto dirían los periodistas-  y ya era hora de partir. Tomamos un motocar, que nos llevó hasta la salida, deteniéndose cada vez que queríamos tomar una foto. Vigilando la puerta de salida había algunos policías y una señorita del Serenazgo de Villa María del Triunfo.
-        ¿Aproximadamente cuántos entierros hay aquí? – le pregunté.
Hizo un extraño gesto, dirigió su mirada al cielo y levantó los brazos.
-        Ufff – me respondió, en imprecisa, pero muy elocuente respuesta.
Y así, con ese curioso dato estadístico, finalizó nuestra visita al cementerio. Contentos de estar vivos, pero con la convicción de que si estuviésemos muertos estaríamos igual de contentos por tan alegre celebración.


 

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