José Carlos Huayhuaca, especialista en el análisis estético de las imágenes, ensayista, cineasta y profesor universitario, comparte con los lectores de Valicha, una reflexión sobre el impacto de Machu Picchu en el arte.

 

 

 

 

El inasible Machu Picchu

Entrevisa de Patricia Marín

 

Patricia Marín En tu ensayo “El llamado de Machu Picchu[1], afirmas que Machu Picchu aún no ha encontrado al poeta que le haga justicia. Y que quizás solo Octavio Paz hubiera sido capaz de hacerlo ¿Aún lo sigues sosteniendo?

José Carlos Huayhuaca Sí, pero con una salvedad. Obviamente, no estoy al tanto de toda la poesía que se ha escrito sobre el tema; solo juzgo los poemas más célebres. Además, esos poemas de Neruda y Martín Adán mencionados, no los desapruebo como poemas en sí (¡cómo podría hacerlo!) sino como figuraciones verbales (valga la expresión) de Machu Picchu. Considerado el asunto desde ese ángulo, sigo creyendo que, no obstante algunos versos memorables, ambos se desvían de la experiencia directa de estar allí, hacia especulaciones histórico-políticas uno; hacia patéticas efusiones personales el otro. Así, no llego a reconocer ni el impacto sensorial y estético de la acrópolis inca, ni su impulso metafísico.

Podría añadir ahora un poema que no toqué en aquél ensayo citado: el de Ernesto Cardenal titulado “El secreto de Machu Picchu”. Sus líneas digamos centrales, son quizá más específicas que las de los otros poetas, respecto a eso que he llamado figuración de Machu Picchu (aunque como poema carezca de la musicalidad sinfónica de “Las alturas de Machu Picchu”, o del expresionismo doliente de “La mano desasida”). Me refiero a líneas como “En el cielo como vuelo de cóndor/Un éxtasis de piedra/Ciudad sagrada. La montaña hecha oración”. O “como una maqueta de la ciudad del cielo/Peldaño por peldaño/aquí ascendemos al pasado/Y al futuro”. Pero, salvo un par de momentos así, su tendencia al prosaísmo disuena en relación tanto con la experiencia del viaje a Machu Picchu, como con la experiencia de acceder a su cumbre. Además, tengo la impresión de que Cardenal, al menos aquí, fuera un poco desorejado.

¿Qué gran lírico en nuestro idioma hubiera sido digno de poetizar Machu Picchu? Sí, todavía creo que Octavio Paz lo hubiera hecho de un modo grandioso, pues tenía todas las calificaciones de cultura, sensibilidad y estilo. Pero, lamentablemente, nunca estuvo en el Perú.

 

P.M. En ese mismo ensayo, sin embargo, tú afirmas que los fotógrafos habrían llenado el espacio dejado por los poetas, pero que “aquéllos cuentan con la ventaja de que Machu Picchu hace la mayor parte del trabajo en su lugar, un poco como la Kodak según el slogan de Eastman: “Usted aprieta el disparador -incluso a la diabla- y Machu Picchu se ocupa del resto”. ¿Por qué es tan difícil expresar a Machu Picchu, ya sea por medio de las letras, las artes plásticas o la fotografía?

 

J.C.H. Para comenzar, me parece bien incluir a la pintura en esta revisión. Sin haber hecho una pesquisa sistemática, sino al azar de mi curiosidad, he constatado que las representaciones pictóricas de la ciudadela, en su mayor parte pecan de una suerte de “literalismo” tal que más parecen fotografías postales sobre las que se hubiera pasado una o dos manos de pintura; o son de una geometrización seudo cubista, como la que se puso de moda hace varias, varias décadas (incluso en tapices). La vertiente contraria, la que busca la metáfora o el símbolo visuales antes que la reproducción literal, como los dos cuadros de Szyszlo que conozco (ha de tener acaso más) que llevan el nombre de Machu Picchu en sus títulos, tampoco me convencen (no como pinturas en sí, sino como alusiones a Machu Picchu). Me acuerdo, por ejemplo, de un impresionante lienzo grande de un rojo intenso, dramático, que en lugar de titularse “Machu Picchu “, podría haberse denominado “Matadero” o “Las venas abiertas de América Latina” o “Entrañas”. Por otra parte, no obstante su condición de arte abstracto, hay en ese lienzo una connotación de hermetismo o de subsuelo, de algo cerrado o interior, del todo contrario a la experiencia aérea y luminosa de estar en Machu Picchu. Más bien parece corresponder a Chavín.

¿Los muralistas mexicanos lo hubieran logrado? Tal vez, pero yo creo que el artista indicado era el gran pintor británico Howard Hodgking. Sus cuadros abstractos sobre motivos que insinúan figuras (pienso en Mrs Acton in Delhi, Letters from Bombay, Going on America y otros), hubieran capturado con solvencia los colores, la luz y la espiritualidad del Cusco y de Machu Pichu. ¿Y el peruano Enrique Polanco, con su imaginería de colores y formas fauve? Me encantaría ver una representación suya de Machu Picchu, y sobre todo del fenicio pueblo de Aguas Calientes que está al pie de la montaña y que semeja el Lejano Oeste redivivo, con su desorden y condición fuera de la ley. Polanco lo retrataría, lo sospecho, con incandescencia.

A diferencia del caso de la pintura, hay estupendas fotos de la ciudadela. El problema es que las hay innumerables, debido a que se la fotografía desde hace más de cien años (Bingham mismo fue el primero en hacerlo); y debido a lo fácil que es lograr una fotografía espectacular o vistosa allí. Todo colabora a ese fin, comenzando por el entorno geográfico; las edificaciones, las escalinatas y los espacios en general; la cambiante luz, el clima. Todo es sexy. Así, ¿cómo hacer una realmente buena fotografía hoy, que no parezca una réplica de otras? No parece posible: todo se ha fotografiado, de todas las maneras imaginables. Al aficionado o al estudioso, le da la desalentadora impresión, a veces, de que solo queda volver a ver las fotos clásicas de Bingham, Figueroa Aznar, Chambi, Bischoff, Ranney, et alia.

 

P.M. También nos recuerdas en tu ensayo la película de Werner Herzog, Aguirre, la ira de dios. ¿Acaso Machu Picchu solo es posible asirlo desde la perspectiva del mito? Y en tal sentido ¿cuál es mito al que haces referencia?

 

J.C.H. Bueno, en relación con el cine y Machu Picchu, también existe, desde hace bastante tiempo, una asfixiante inflación de imágenes (con el consiguiente desgaste semiótico de las mismas). Esto debido a la multitud de documentales y films turísticos que se producen sobre el tema, así como a numerosas películas de ficción. Entre estas, hay que recordar las casi ridículas escenas filmadas en la ciudadela (con coreografía “inca” incluida) en Secret of the Incas, película de la Paramount Pictures de 1954, dirigida por Jerry Hopper y actuada por un joven y entonces poco conocido Charlton Heston. También cabe recordar las “misteriosas” (las comillas indican un propósito no logrado) escenas en la ciudadela que aparecen en Intimidad de los parques, película argentina de 1965, dirigida por Manuel Antín, sobre dos cuentos de Cortázar, y que fue un globo lleno de aire, pinchado por los críticos apenas intentó alzar vuelo.

En medio de estos usos decorativos, me parece que el cineasta germano Werner Herzog procedió con sabiduría al inicio de su film Aguirre, la ira de Dios (Alemania, 1972). Él había pensado en ubicar a las huestes españolas que buscaban el Paititi, primero en la ciudadela. Pero tras ver sus plazas y terrazas y escalinatas, todas con el Huayna Picchu como tela de fondo y culminación, se dio cuenta de que ya había visto esa película. Así que optó por mostrar a los personajes bajando por uno de sus altos riscos, con el mostrenco río Urubamba al pie. La imagen es impresionante, aunque no figure la ciudadela, y tiene la ventaja de ser inédita. Su grandiosidad equivale a la de la ciudadela misma, menos el pintoresquismo. Y si a propósito de esa idea, yo traje a cuento la noción de mito, fue porque, como bien se sabe, los españoles nunca estuvieron en Machu Picchu. Pero Herzog plantea su fábula, no en el ámbito de la historia, sino en la dimensión del mito.

Asimismo, en un documental del gran fotógrafo y musicólogo norteamericano John Cohen, que trata, si no recuerdo mal, sobre música andina, vi unas memorables –aunque pocas- tomas de Machu Picchu, que destacan sobre los otros documentales porque se nota que el cineasta no trata de “vender” nada; su registro es, podríamos decirlo así, cognoscitivo.

Hay otra clase de presencia, si bien indirecta, de la ciudadela en el cine, al menos en el de Hollywood. Más de una película de aventuras (incluyendo alguna de Tarzán, según mis recuerdos de la infancia), en cuya trama hay “ciudades perdidas”, sus respectivos directores artísticos las imaginaron en cumbres inaccesibles rodeadas de nubes, inspirándose obviamente en las fotos y posters comerciales de Machu Picchu que ya circulaban por el mundo. Finalmente, el ámbito físico y atmosférico de todo el inicio de Los cazadores del Arca Perdida (Steven Spielberg, 1981) es “machupiccheano”, incluyendo el logotipo del estudio Paramount -una sobresaliente montaña puntiaguda- que parece una réplica del Huayna Picchu. Y su protagonista, el arqueólogo Indiana Jones –representado por Harrison Ford-, parece una versión hollywoodense de Hiram Bingham, igualmente explorador a la vez que académico. Dicho sea de paso, Spielberg y Lucas, como buenos cinéfilos precoces, obviamente vieron Secret of the Incas en su infancia, la atesoraron en sus recuerdos y ulteriormente se inspiraron en ella para concebir varios elementos de Indiana Jones.

 

P.M. En ese mismo ensayo, narras una excursión de jóvenes, que sin embargo para ti no es sino un ritual: un viaje… ¿Ese significado se sigue manteniendo? ¿Para quiénes?

 

J.C.H. La verdad es que no solo para los jóvenes. Yo, por ejemplo, he ido de niño, de joven, y de mayor, y en todos los casos el viaje constituyó, aunque no fuese muy consciente de ello, una especie de viaje iniciático, razón por la que en mi ensayo traje a cuento las experiencias relatadas por Carpentier en su novela Los pasos perdidos, y por EM Forster en Pasaje a la India. Un viaje a través de geologías diferentes, descendiendo desde la casi yerma meseta andina a “lo más genital de lo terrestre” (con palabras de Neruda) y ascendiendo de nuevo, pero a otro tipo de cumbre; y a la vez un viaje como a través del tiempo. Una experiencia física y espiritual. Una experiencia trascendente: por eso hablo de un llamado.

 

P.M. Hace pocos años, se publicó un grueso y bello volumen de mesa, escrito por ti, sobre la fotografía de Machu Picchu a lo largo de cien años[2], donde estudias a numerosos fotógrafos, latinoamericanos, estadounidenses y europeos. ¿Los podrías comparar, en particular a Chambi y Figueroa Aznar?

 

J.C.H. Me resulta un poco difícil hacerlo de modo sintético. Pero al menos puedo comparar los tipos de fotografía que practicaron “los fotógrafos de Machu Picchu”.

Primero, está la fotografía científica, como la de Hiram Bingham y su team, tomada en el proceso del descubrimiento; como la fotografía aérea de Johnson y Shippee, encargada por la American Geographical Society; como la que Abraham Guillén hizo para el Museo Arqueológico Nacional; y hay otros ejemplos más.

Segundo, la fotografía social -llamémosla así- o “de sociedad”, practicada por tutti li mundi, desde que la gente comenzó a visitar la ciudadela como si fuera un parque de diversiones, y a tomarse una especie selfies grupales, mediante los fotógrafos comerciales (como Crisanto y muchos más) que eran contratados para ese fin.

Tercero, la fotografía que cabría denominar artística, porque el criterio rector con el que ellas fueron tomadas es el estético. Esta categoría incluye la fotografía de Figueroa Aznar, la de los Chambi (Martín, Víctor, Julia, Teo), Bischoff, Ranney, Silva, La Rosa y muchos más, peruanos y extranjeros.

Ahora bien, las fronteras entre dichas categorías no son netas, sino algo borrosas. Así, Chambi también es un fotógrafo comercial al que contratan las familias y los grupos de amigos para autocelebrarse, Ranney también hace fotografía que cabría denominar científica, etcétera.

En cuanto a la comparación entre Figueroa Aznar y Chambi, en tanto fotógrafos de Machu Pichu, lamento no conocer suficientes fotos del primero como para compararlas de un modo adecuado con las del segundo. Lo que puedo decir, sin embargo, es que en este caso, más resalta el parecido que las diferencias. Lo cual no sorprenderá, pues se sabe que, durante al menos un tiempo, ambos solían salir juntos de “cacería” a fotografiar lo mismo (y quizá hasta con la misma cámara, en alguna ocasión).

P.M. Al final del ensayo, narras un “encuentro” con el nevado de la Verónica como una experiencia con sentido religioso y místico, y la pones en paralelo con la Catedral del Cusco. ¿Podrías recordar para nosotros esa vivencia?

 

J.C.H. Más bien quisiera olvidarla, porque cuando la recuerdo me asoman lágrimas de pesar a los ojos. Me refiero a que en mi ensayo narro el último viaje que hice a Machu Picchu, hacia mediados de los años 90, el cual tuvo su momento culminante cuando, al regresar, vi desde el tren el maravilloso pico nevado de La Verónica, refulgiendo de blancura inmaculada en medio de la negra noche. Pero ahora, ese pico ya no tiene nieve; ahora no es más que tierra árida y piedras, debido al trágico cambio climático que sufre el planeta, del cual somos epicentro.

Además, el tren ya no hace la subida en zigzag por el cerro al comienzo del viaje, ni la bajada igualmente en zigzag al regresar, a las que me refiero al inicio y al final del texto. Con ello se han perdido parte de los significados implícitos en la noción de viaje iniciático. El zigzag, replicando la forma del rayo, tiene, como sabemos, hondas connotaciones simbólicas y religiosas. Por la misma razón, la vista nocturna de la Catedral del Cusco iluminada, ya no les da la bienvenida a los viajeros que retornan de Machu Picchu—como sucedía antes.

 


[1] José Carlos Huayhuaca, Elogio de la luz y otros amores. PUCP, Lima, 2012.

[2] Visiones de Machu Picchu, 100 años de Fotografía en Blanco y Negro. Textos: José Carlos Huayhuaca. Ediciones Javier Silva, Lima, 2011.

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