Un brindis en el Molino

 

Por: Patricia Marín

 

El Cusco…. Inagotable caja de sorpresas. Uno puede recorrer cualquier dimensión en su espectro y se encontrará con una historia. No solo aquella que hicieron los Incas y los españoles, sino otras, más modernas y plenas de genuino mestizaje del siglo XXI.

 

En estos días, el que no cae, resbala en el controvertido “El Molino”, que sin duda es el gran centro comercial cusqueño.  Atiborrado de mercadería diversa,  cuyo origen también es diverso, pues el contrabando procedente de Bolivia se legaliza con boletas de venta. Pero si uno tiene un local para vender en ese lugar puede hacer buen dinero, pues la clientela está asegurada.

 

 

Al menos yo, con frecuencia decepcionada  por la oferta en los bazares locales, suelo dar amplios recorridos dentro de “El Molino” buscando alguna “curiosidad” que valga la pena llevarse para el guardarropa o para la casa.  Un sábado de aquellos, mi marido y yo, concentrados en lo que andábamos buscando,  fuimos seguidos y finalmente “detenidos”, por un hombre de ojos claros, rostro jovial y maneras educadas.

 

“¿Es usted José Carlos Huayhuaca?”, le dice a mi marido, con una expresión de expectativa. Él, sorprendido, asiente, lo mira de hito en hito y tras unos segundos eternos, veo que le brota una súbita y amplia sonrisa: “¡Samuelito!”, y se dan un fuerte, cálido abrazo. “¡De cuánto tiempo! ¡Qué gusto!”.

 

Sí. Había pasado mucho tiempo desde que “Samuelito” (ahora un hombre en su cincuentena)  llegara a la ciudad del Cusco, siendo un niño campesino de la comunidad de Pujyura, enviado por sus padres a incorporarse al hogar de los Huayhuaca del Pino, para trabajar como “a-la-mano” e ir al colegio, según las costumbres de la época y sin duda aún de hoy, en esa sociedad. José Carlos, entonces, le doblaba en edad, pues tendría unos 18 ó 20 años, y era un joven universitario que un par de años después se iría a Lima a continuar sus estudios, para no volver (salvo en ocasionales visitas de muy pocos días). Nunca más vio a Samuelito… hasta ese inesperado reencuentro en “El Molino”, unos 40 años después. Ahora ambos eran unos hombres mayores, a quienes su reencuentro los habría llenado de un torrente de recuerdos que no llegaban a expresarse, como no fuera indirectamente.

 

Muy rápido, Samuel nos puso al día. También se había ido a vivir a Lima, luego a Estados Unidos, luego de vuelta a Lima. Se casó y trabajó en mil cosas, hasta finalmente asentarse como chef en diversos hoteles y restaurantes. Ahí se le ocurrió una idea empresarial. Como había hecho un pequeño capital con su trabajo, volvió al Cusco y ahí abrió un restaurante de pescados y mariscos. Lo sostuvo a puro músculo durante un tiempo, pero como la clientela no respondía, tuvo que cerrarlo, perdiendo toda su inversión. Recomenzó de fojas cero, pero felizmente no le faltaron fuerzas para hacerlo, no obstante los requerimientos de mantener una familia ya con varios hijos (uno de ellos, vivió durante un tiempo en los países escandinavos).

 

En el momento en que nos encontramos, Samuel, sin duda un hombre encantador y muy creativo, ya estaba en otra cosa, esta vez exitosa: ¡Un bar ambulante, ubicado en “El Molino”! De inmediato nos llevó hasta su quiosco: a mí me preparó –a una velocidad de profesional- un Maracuyasour, y a José Carlos una chicha morada. Mientras degustábamos ambas deliciosas y muy bien presentadas bebidas, desfilaron numerosos clientes al paso. Lamentablemente no podíamos quedarnos a charlar con Samuel, pero insistió en que el día sábado era su mejor día y nos pidió que regresáramos para verlo en acción.

 

Así fue. Estaba vestido de barman y se movía con la agilidad de un experto en la materia, pero además la calidad de sus bebidas (¡ofrece 24 tipos de tragos y cocktails!) superaba con creces a muchas que nos habían preparado en altaneros locales del centro histórico.  Otra vez los clientes que pedían  la diversidad de sus mezclas, prácticamente no lo dejaron conversar con nosotros. Sin embargo,  se dio tiempo para prepararnos un gigantesco “Machu Picchu”, compuesto de varios licores de colores diferentes, que le hacían lucir como un arcoíris. Nos encantó. Mientras lo compartíamos con dos “cañitas”, tuvimos la oportunidad de observarlo y ver cómo el inteligentísimo y gracioso niño campesino que José Carlos había conocido hacía tantos años, era ahora un original empresario urbano, operando  con éxito en el corazón simbólico del Cusco emergente que es “El Molino”. ¿Cuál es el nombre de su puesto? ¡“El Tío Sam”, nada menos! ¡Salud querido Samuel!

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