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Por: José Carlos Huayhuaca

I

Que una buena fotografía, incluso una gran fotografía, pueda a veces ser un don o regalo de la casualidad, ya se ha sostenido con reiteración.

En un momento y un lugar dados, convergen unos cuantos factores de tal modo que, sin ningún plan mediante, una imagen memorable se configura a sí misma y ahí está alguien para registrarla. ¿La impronta del autor, la intención con que fue tomada? Resultan tan contingentes e intercambiables como los espectadores que se suceden delante de, digamos, Las Meninas de Velásquez, sin dejar rastro alguno. Como ciertos grandes cuadros, la fotografía que preside este texto supera al autor e ignora a la audiencia. Ella es, con autosuficiente plenitud.

Por nuestra parte, podríamos no saber nada de todo aquello que concurrió a lograrla, de quiénes son los personajes, quién el fotógrafo y dónde se encuentran; podríamos no saberlo y no importaría gran cosa. Lo que sí sabemos, porque lo estamos viendo, es que el escenario parece un dibujo o una ilustración de cuento de hadas, y que, instalados en él, seis individuos (en el sentido más fuerte de la palabra) posan para un retrato de grupo. Pero con una actitud correspondiente, no a estar tomándose una instantánea casual, sino a haber accedido al ruego del algún pintor deseoso de inmortalizarlos con trazos y colores aptos para dar cuenta de su ser esencial.

 

Que hay una perfecta organización formal en la fotografía, quién lo va a dudar. El fondo pálido y sutil, provisto por el clima nublado, permite acentuar los techos de paja brava y las paredes tarrajeadas de las casas de adobe, pero sobre todo la presencia de los personajes. De éstos tenemos la impresión de que sus roles y ubicaciones hubieran sido distribuidos para ser complementarios, para balancearse, para contrastar y diferir, con calculadísimo arte. No obstante, cada quien luce tan autónomo, tan dueño de sí mismo, que resulta difícil imaginarlos acatando banales indicaciones del fotógrafo a fin de lograr un encuadre satisfactorio. Ahí están, cada quien afiche de sí mismo, y con la certeza conjunta de que la realidad está de su lado, no del nuestro—pobres fantasmas reducidos a contemplarlos con admiración.

 

“Ser parte de una serie”, dice Susan Sontag sobre las fotografías de Bellocq, “es lo que da a cada una su integridad, su profundidad y sentido”. La frase viene a la memoria por oposición a esta fotografía, que no necesita contexto ni consecución para justificarse. Si quisiéramos traducirla en términos narrativos, no podríamos hacerlo; los términos de un relato son transitivos, nos reenvían a lo que subsigue o a lo que antecede. Pero esta imagen refulge sub specie aeternitatis.

 

II

 

 

Sin embargo -nos lo recuerda Borges-, el tiempo es la sustancia de que estamos hechos: es el río que nos arrebata y es el fuego que nos consume. Los personajes de esta fotografía podrán lucir perdurables en la fotografía, pero se trata de una ilusión. También a ellos los ha herido ese tigre, el tiempo.

 

Los hechos ocurrieron en el Cusco hacia 1970, a pocos meses del rodaje de Allpa Kallpa o la fuerza de la tierra, film producido y protagonizado por el cómico Tulio Loza, entonces muy famoso gracias a su éxito en la televisión limeña. En Allpa Kallpa participaron el conocido periodista Hernán Velarde, quien escribió el guión, y el joven cineasta Jorge Vignati, que fue el camarógrafo. Aunque al principio Velarde no simpatizó con este recién venido, terminó por apreciar su don de gentes y su profesionalismo, y se hicieron amigos. Sin duda conversaron de su tierra natal común -el Cusco- y del cine, ese curioso pero prometedor oficio que Vignati acababa de emprender y que Velarde retomaba. Sin duda conversaron de la llamada “Escuela de Cine del Cusco” y del brillante pero incumplido proyecto que esta lanzara hacia mediados de 1950, gracias a un conjunto de documentales que llamaron la atención de círculos culturales peruanos y de festivales de cine extranjeros, donde fueron recibidos con interés. Algunos años más tarde, en plena década del 60, la Escuela del Cusco pareció consolidarse gracias a dos largometrajes de ficción: Kukuli (1961) y Jarawi (1966). Pero, en realidad, el cambio de nivel -de los documentales al cine narrativo, y del corto al largometraje- determinó su brusco final, o por lo menos una interrupción que ya se estaba prolongando demasiado.

 

Terminado el rodaje de Allpa Kallpa, Velarde y Vignati siguieron viéndose y conversando. Por una suerte de gravitación natural, recalaron en el bazar La Baratura de la calle Marqués, donde fueron acogidos por su propietario, el fotógrafo Eulogio Nishiyama, amigo de ambos y el único protagonista de la Escuela del Cusco que residía en la ciudad. No es difícil imaginar cómo, a partir de esas conversaciones y recuerdos, el trío considerara retomar aquel proyecto estético y antropológico de hacía años, confiados en que las cosas irían mejor ahora que estaban más maduros y contaban con mejores recursos tecnológicos.

 

Decidieron entonces aventurarse a filmar otra película sobre un tema que les era familiar -el Carnaval de la provincia de Kanas-, tras verle posibilidades que no habían sido incluidas (o no habían logrado ser plasmadas) en las versiones anteriores realizadas por Manuel Chambi y Luis Figueroa en 1956, y nuevamente en 1963. Acto seguido, reclutaron a una script-girl argentina, Francis Lay, quien se encontraba en el Perú desde hacía algunos meses con motivo de rodajes que ya habían concluido, y por esos días se encontraba disponible y deseosa de conocer el país. Por último, ganado por el entusiasmo de los cineastas conversadores, se animó a acompañarles el popular “Cholo” Nieto, poeta de la ciudad, bohemio empedernido e incansable animador cultural.

 

Su destino era una de las llamadas provincias altas del Cusco. Tuvieron que viajar allá en febrero -plena temporada de lluvias-, mes que entonces correspondía a esa fiesta movible, los carnavales. En Languilayo, situado a casi cuatro mil metros de altura, buscaron al hacendado de la zona y amigo de todos ellos, Andrés Alencastre. Sensitivo poeta en quechua, catedrático de lingüística en la Universidad del Cusco, gamonal de horca y cuchillo, todo a la vez, el Killku Warak’a (seudónimo de Alencastre) acogió a sus amigos con típica hospitalidad. Les dio alojamiento (más precisamente, un cuartel general para su filmación), caballos que los movilizaran de aquí para allá, peones que les dieran una mano a la hora del esfuerzo físico mayor, y los homenajeó con un asado de cordero que reconcilió a nuestros viajeros con la buena vida tras su arduo viaje a las alturas. Ahí, en el patio de la casa-hacienda, después del almuerzo y poco antes de que el grupo se disgregara, es que fue tomada la fotografía que estamos admirando y que perpetúa a estas personas en un momento de serenidad y plenitud.

 

Desde entonces, los años han pasado y pisado, inmisericordes. Salvo Jorge Vignati -que sigue desarrollando su oficio de cineasta en sitios tan inverosímiles como la Amazonia y el Himalaya, cualquier alta mar y diversos desiertos, los socavones de las minas y los laberintos de la gran urbe-, todos los demás ya han muerto, algunos trágicamente. La bella Francis Lay, por ejemplo, se casó con un industrial maderero peruano y se fue a vivir con él a la selva de Pucallpa, donde tuvo una niña; pero un cruel accidente aéreo terminó con su vida y la de su hija, hacia mediados de los años 80. El Cholo Nieto, elegido Senador de la República en 1985, se mudó a Lima y se quedó a residir ahí, donde, solitario y ya cercano a los 90 años, fue asesinado en su propio domicilio por asaltantes nocturnos que nunca fueron hallados. El Killku Warak’a, quizá la presencia tutelar del espléndido grupo, con su rostro tallado en granito y su atuendo escénico, fue quemado vivo en el interior de su casa-hacienda, el 2 de agosto de 1984, por una turba de campesinos enfurecidos que así cobraban deudas pendientes, viejas y onerosas. Mejor recordarlo como luce en la fotografía, con sus botas de faena y su vistoso poncho p’allay de ocasión, en una actitud natural que ya hubieran querido tener varios fingidos héroes del western norteamericano.

 

III

 

 

Nos queda esta extraordinaria fotografía. Es momento de decir que se la debemos a Alfonsina Barrionuevo, veterana periodista cusqueña y esposa de Hernán Velarde, quien acompañó al equipo para dar noticias de la filmación y registrar sus peripecias, a fin de publicarlas luego en alguna revista limeña. Solía ilustrar sus reportajes con fotos que ella misma tomaba, pero las numerosas que yo he tenido ocasión de ver son más bien utilitarias y no valen por sí mismas. Obviamente, la fotografía que comento trasciende esa función; por tanto, y sin ánimo de ofender a Alfonsina, se me ocurre que en esa oportunidad -su mano mediante-, quien compuso el encuadre y apretó el disparador fue el Espíritu Santo. A menos que ella, felizmente viva y saludable, nos sorprenda algún día revelando un archivo de tesoros fotográficos, inéditos como ésta, que quizás guarda celosamente para sí. En cuyo caso, haré con mucho gusto la correspondiente palinodia.

 

Mientras tanto, solo sabemos que el proyecto de película nunca llegó a culminar y que ni siquiera sobreviven los muchos rollos filmados por el grupo de cineastas empeñosos, con la complicidad de un cacique y un poeta. No cabe hablar de fracaso, sin embargo, si lo entendemos como el factor propiciatorio de este objeto fútil a la vez que precioso: una imagen fotográfica perdurable.

De izquierda a derecha: Eulogio Nishiyama, Luis Nieto,

Francis Lay, Hernán Velarde, Jorge Vignati, Andrés Alencastre

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