juan-hugues4Juan Hugues
In memóriam


Valicha se suma a este póstumo homenaje a Fray Juan Hugues Anzoli, O.P., reproduciendo la homilía del sacerdote Bernardo Fulcrand para la misa celebrada a los ocho días de su fallecimiento, realizada el 24 de noviembre del 2008 en el Monasterio de Santa Catalina, Arequipa.

 

Nos reúne esta noche la memoria del Padre Juan Hugues que hace una semana cayó en la tierra de Haití, fulminado por una crisis cardiaca. Hemos escogido la Iglesia del Monasterio de Santa Catalina para celebrar la eucaristía y dar gracias a Dios por lo que fue Juan entre nosotros, porque esta comunidad de hermanas dominicas era muy querida por él. Gracias, Madre Priora y hermanas, por acogernos esta noche, y permitir reencontrarnos los muchos amigos que tuvo el padre Juan en el Cusco.

 

Para evocar su figura fuera de lo común, que de una u otra manera nos ha marcado a todos, les invito a escuchar un breve pasaje del libro del profeta Miqueas:

 

“Tan sólo practicar la justicia,
amar con ternura,
y caminar humildemente con tu Dios” (Miq. 6,8).

 

Esta cita del profeta Miqueas, que tanto le gustaba a Juan y que tantas veces comentó en retiros, homilías o encuentros pastorales, creo poder decir, esta noche en que lo recordamos a los ocho días de su partida hacia el Padre, que ha sido su programa de vida, exposición breve que fijó la línea de conducta que siguió desde que escuchó el llamado del Señor hasta su muerte. Fue la hoja de ruta que lo guió aquel día en que, joven de diecinueve años, lleno de ímpetu, llegaba al convento de noviciado de los dominicos, en moto, porque tenía que llegar rápido y responder con prontitud al llamado de Dios. Es con la misma energía y resolución, terminados los estudios de filosofía y teología, que vino al Perú, su país tan querido y a este amado sur andino, surcado tantas veces por montes y quebradas con aquel famoso volkswagen, sólido y fiel, con el que iba, veloz, siendo director del Instituto de Pastoral Andina, al encuentro de las comunidades cristianas, desde Ayacucho hasta Juli, para unirlas y entrelazarlas en esta hermosa comunión que llegó a ser la Iglesia que está en el sur andino. Ese fue también el talante de Juan cuando tuvo que abandonar el Cusco y el Perú, porque su salud así lo exigía y se tuvo que exiliar en su propia tierra de nacimiento por unos años, al servicio de la Orden, como Prior del Convento de Montpellier. Con aquella misma disposición de ánimo, con este mismo buen talante que le hemos conocido y porque no podía con su alma, decidió ir a Haití para consolidar la comunidad dominica que necesitaba refuerzo.

 

¡Intrépido Juan! ¿De dónde sacabas tanta energía, valor y osadía?

Debemos volver a este texto germinal que acabamos de escuchar, fundamental, creo, para comprender a Juan, texto en el que el Señor le decía lo que es bueno para un hombre y lo que de Juan exigía, tres cosas: practicar la justicia, amar con ternura y caminar humildemente con su Dios. “Tan sólo” dice el texto; es decir “esito nomás” ¡como si fuera poco practicar la justicia, amar con ternura y caminar, humilde, con Dios! Lejos de amilanarse ante el reto, la invitación de Dios lo creció.

 

Recordado Fray Juan Hugues Anzoli

 

Practicar la justicia

Primer precepto del Señor. Si de obrar por la justicia se trataba, ser un obrero de ella, Juan puso manos a la obra. La Biblia, con frecuencia, habla sobre el hombre justo, ideal espiritual por el que todo judío debía luchar para alcanzarlo y que no era llamado virtud, ni santidad, sino justicia; significa que alguien vuelve justo lo injusto, defendiendo o salvando al inocente, liberándolo.

 

Es en el Perú post-conciliar, orientado por la Asamblea de Medellín, en el Perú de la Reforma Agraria y de los grandes cambios sociales, en el Perú de la naciente Teología de la Liberación, que Juan descubre, vivencialmente, la amplitud del concepto bíblico de justicia. Sabe que “practicar la justicia” incide en la realidad histórica en toda su complejidad cultural, social, económica, política y religiosa. La justicia tiene que ver con la vida y la muerte de los hombres, sobre las relaciones de justicia o injusticia que se generan entre ellos, sobre la explotación y la liberación. Lo estrictamente religioso, aunque deba explicitarse, no forma un mundo aparte, no aparece como algo autónomo o paralelo a lo histórico; fe y política tienen relación, explicaba a sus sorprendidas alumnas de la Escuela Normal de Santa Rosa, el Padre Zanahoria, como llamaban cariñosamente a Juan por el color pelirrojo de sus cabellos. Profesor en los cursos de la OREC, cofundador del Centro Bartolomé de Las Casas, director del Instituto de Pastoral Andina, asesor del Instituto de Educación Rural en Ayaviri, Director de la Granja Escuela Pumamarka de Yucay, presidente de la Asociación Arariwa, no olvidará nunca el mandato insoslayable de Dios, que supo explicitar con creatividad de muy diversas formas, en sus predicaciones, asumiendo muchos compromisos en defensa de la justicia; así lo vimos participar de las marchas magisteriales u otras, apoyar a las organizaciones populares, colaborar en la redacción de los documentos de la Iglesia en el Sur Andino, como por ejemplo la famosa carta: “Recogiendo el clamor” de julio de 1977 o el largo documento: “Acompañando a nuestro pueblo” de septiembre de 1978, en los que, a través de la voz de sus pastores, ha marcado de manera tan evangélica la tarea pastoral de la Iglesia del sur andino. Vivir la exigencia de la justicia le fue duro, aunque tuvo también sus momentos exaltantes; liberación y crucifixión mantienen en el cristianismo una tensión ineludible que Juan nunca trató de esquivar.

 

Amar con ternura

 

Este segundo precepto del Señor es similar al primero: “justicia” resume el Antiguo Testamento, “amor” sintetiza el Nuevo. Pero la precisión “con ternura” matiza lo duro que a veces resulta vivir la exigencia de justicia. Y Juan sobresalía en saber amar con ternura; el original hebreo utiliza una palabra que alude a la ternura de una madre. Innumerables serían los testimonios recogidos sobre este buen natural suyo: sencillo, cercano a todos, tenía un corazón muy grande. En los momentos tensos o de crisis, estaba Juan; se acercaba y su sola presencia con esta calma en la que manifestaba toda su amabilidad ha sido de gran consuelo para muchos y muchas. No medía su tiempo; con exquisita paciencia escuchaba a niños como ancianos, conversando con ellos sin dejarles sentir que estaba apurado; pueden testimoniarlo su cantidad de ahijados y amistades. Tenía un excepcional sentido de la acogida; se desvivía por recibir a lo grande a los amigos que se le presentaban en casa, desplegando sus dotes de anfitrión y regalando a los comensales con sus talentos de buen cocinero. Tal vez fue con las religiosas con quienes manifestó con más fuerza su ternura y cariño, acompañándolas en innumerables jornadas y retiros; como dijo, un día, Fray Gustavo Gutiérrez, O.P., en una de sus ocurrencias geniales, ¡Juan tenía “monjappeal”! A imagen de nuestro Padre Santo Domingo, su ecuanimidad era inalterable, a no ser cuando se turbaba por la compasión y misericordia hacia el prójimo. Y como el corazón alegre alegra el semblante, la sonrisa y benignidad del suyo transparentaban la placidez y equilibrio del hombre interior. La sensibilidad de Juan, que a veces parecía de piedra por la vehemencia de su temperamento, lo hizo también en algunas ocasiones derrumbarse: la dura realidad de los Andes y la no menos dura de Haití, si no le quitaron la sonrisa, le atravesaron, literalmente, el corazón. Las últimas palabras escuchadas de Juan, después de los desastres climáticos y actos de violencia que tuvo que sufrir dicen su extraordinario temple: “¡Ni la naturaleza, ni la violencia nos sacarán de Haití!”… La muerte tampoco logró sacarlo.

 

Caminar humildemente con su Dios


Este caminar humilde no le fue fácil a Juan, como a nadie; como buen francés llevaba siempre en él, escondido, pero presto a manifestarse, el “napoleoncito” impaciente y dominador; reprimirlo ha sido el trabajo continuo de toda su vida para permitir que los demás no se achiquen y logren abrirse y desarrollarse. Para él, el sentido de la vida consistía precisamente en abrirse a la trascendencia de Dios para encontrar la felicidad. La vida cristiana no es represión, ha de ser búsqueda de la felicidad profunda. Y creo poder decir que Juan la ha logrado, no sólo para él, sino también y, sobre todo, para muchos que tuvieron la fortuna de andar un trecho del camino con él. Por eso alguien se expresaba de él diciendo: “¿Juan? ¡Todo un caballero! Una buena persona que comprendía; amable, pero exigente también”.

 

Caminar con su Dios, Juan supo hacerlo. Kierkegaard decía: “Es imposible entrar en relación con Dios sin sufrir, por ello mismo, una herida”. Profundamente herido por los pobres, necesitados, abandonados, marginados que encontró a lo largo de su largo camino evangélico, Juan encontró a Dios en ellos, que llevaba en su oración y meditación. Si uno no se relaciona profundamente con Dios y se deja impulsar por su Espíritu, no lo puede comunicar. Juan ha sido un gran comunicador de Dios, un auténtico fraile predicador. Su palabra, clara y de un mensaje exigente no deja lugar a duda de la vida que llevaba adentro; la fórmula latina de nuestra tradición dominicana: Contemplata aliis tradere no fue un estribillo vacío de contenido; fue para Juan su real vocación, de hombre apostólico, seguidor de Jesús a la manera de Santo Domingo.

 

Su forma de celebrar la liturgia llamaba la atención por su calidad: eucaristías, bautismos, sepelios, paraliturgias eran siempre celebraciones preparadas, meditadas y sentidas, expresión siempre de estos momentos importantes de la vida y signos de ella. Como buen pedagogo, sabía utilizar los símbolos más expresivos y poéticos, muchas veces bíblicos; cada imagen venía cargada de sentido, cortocircuitando los conceptos demasiado abstractos, para poner directamente al hombre en presencia de Dios y hacernos entrar en su misterio.

 

Juan nos precede ahora en el gran y definitivo encuentro con Dios, y nos invita esta noche a acompañarlo en esta eucaristía en la que queremos dar gracias a Dios por lo que fue entre nosotros. Descansa en paz, hermano Juan.

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