Un cuento de Araley Araoz

 

En  el Cañón de Torontoy


torontoy.1Gonzalo de Igunza deja de lado el gesto adusto, casi cruel, que lo caracteriza  y sus ojos intensamente azules, se iluminan de un brillo extraño, mientras con cínica  picardía  afirma:

- Anoche me acosté con una india, naturalmente por razones biológicas y no saben lo que descubrí….en la espesura del bosque montañoso, de la selva arisca,   camino del valle, bajo la sombra de una imponente montaña, existe una ciudad llena de oro, nadie habla de ella, a los indios les tienen prohibidos sus dioses.

-¿Y cómo lograste que la india  hablara?

-Fue fácil, la amenace con torcerle el cuello y matar a su pequeño hijo y la desgraciada cantó……comprenderán que por mi rango no puedo ir tras la ruta, pero Uds. tres, hombres de mi absoluta confianza  irán en su búsqueda…por su puesto que todos los gastos de la expedición y vuestros honorarios, y si la descubren, las fabulosas recompensas corren por mi cuenta, a cambio pido absoluta discreción, el más profundo secreto debe rodear la   empresa.

Partieron una fría mañana de Febrero cuando las lluvias arrecian con rasgos de locura, los tres españarris, como los llamaban en el nuevo mundo, estaban poseídos de una ex traña fuerza, la fiebre de la codicia y la ambición los sostenía soberbios, en sus hermosas cabalgaduras.

No importaron en su búsqueda la tupida vegetación, los reptiles venenosos, las aguas malsanas, las alimañas e insectos que en la selva parecían caravanas inagotables de enemigos ocultos,  nada los detenía ni las inclemencias del tiempo ni las penosas   circunstancias del largo viaje.

Sus ojos asombrados recorrieron una vez más el Valle Sagrado, sus montañas altiv as, silenciosas y desafiantes, Ollantaytambo, el último bastión inca se doblego ante su osadía…enfebrecidos por la ambición, durante meses, siguiendo el curso del rio, que como serpiente sibilina se desliza impenetrable,  recorrieron la extensa zona, se cruzaron con indios que enigmáticos se sumían en profundo silencio ante sus inquisitivas preguntas, nadie dijo nada, nadie conocía ni tenía referencias de la ciudad del oro y las piedras preciosas.

Durante los tres últimos días, la naturaleza se mostró inclemente, torrenciales llu vias dejaban al descubierto cielos encapotados, nubes negras, vientos feroces y al caer la noche y  rayar el alba, truenos y relámpagos enardecían el  firmamento, rompían la quietud serena de la selva dormida.

Cobijados en una choza perdida  en la espesura, la única compañía de los aventureros era su desmedida ambición y el fragor de la tempestad, que algunos días cesaba, tras cubrir la zona con una niebla  que apenas les dejaba ver unos metros más allá de sus cuerpos.

Niebla densa e invasiva,  día tras día, no  permitía avanzar, mientras, algo siniestro flotaba con ella.

Noches oscuras, pobladas de extraños presagios, acompañaban sus horas, hasta que un día de tantos, un sol espléndido dejó al descubierto un paisaje indescriptible, árboles,  espesura no mancillada por pisadas ajenas, abismos profundos  y alturas insondables y lejos, muy lejos, entre la bruma,  el perfil solitario de una ciudad de piedra.

En medio de gritos de júbilo, desde lo alto de un promontorio, descubrieron   el cause de un río de blanca espuma que al chocar con las rocas dejaba al descubierto un cañón profundo, una garganta estrecha, increíblemente hermosa ¿sería el de Torontoy al que temerosas, aludían algunas crónicas de los primeros conquistadores?.

De rodillas, agradecieron a su dios este hallazgo y cuando todavía el sol se mostraba aristocrático y  pensaban, en su desatino, que sólo alumbraba para ellos, un  resplandor profundo hirió sus pupilas y un ruido ensordecedor los dejó mudos de espanto.

La tierra húmeda y mojada cedía ante el calor  del sol, y el rio desbordado crecía furioso,  indomable, alcanzando las  alturas.

Sus cuerpos pesados, protegidos por armaduras metálicas, fueron arrastrados por el  lodo en medio de

aterradores gritos de pánico y auxilio. Sólo el silencio de los dioses, que allí moran,  conocería  sus muertes,  entre el fango y el  lodo arrastrados por el incontrolable aluvión.

Cuan arelydo la niebla, lentamente, se despojó de sus vestiduras, cual adolescente impura, y a las orillas del río sagrado, llegaron los enigmáticos pobladores del mítico Machu Picchu, oscuros presagios atormentaron sus almas, al descubrir el cadáver de un hombre barbado y envuelto en acero, que no permitió penetrar en su cuerpo maloliente, el barro de la tierra.

Se preguntaron entonces ¿Sería un dios perverso? ¿Era la venganza de la Pachamama, por el atrevimiento de los mortales de intentar llegar hasta un lugar sagrado?

Tal vez  el Cañón de Torontoy,  que desde siempre rodea Machu Picchu, la enigmática ciudad, tenga una respuesta perdida en el misterio de los siglos.

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