Alberto Quintanilla, Medalla de Oro del Congreso


Por Patricia Marín


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Alberto Quintanilla

“Me contó mi abuelo, Juan Manuel Quintanilla que fue profesor del Colegio de Ciencias, la leyenda de un perro que estaba enamorado de la luna, y que fue donde el Huillac Uma (la cabeza volante) a pedirle consejo. Y la cabeza volante le dice, no me puedes pedir ese consejo a mí, puesto que yo no sé qué piensa la luna. Y el perro le dice que, además de eso, quiere poseerla, y el Huillac Uma se fue riéndose del perro. Pero el perro le aullaba todas las noches a la luna, y qué de cosas no le diría, pues de repente el perro comienza a volar, y emocionado se va donde la luna y se la lleva, y el mundo se queda en tinieblas, todo queda en negro. A los nueve meses vuelve la luna con el perro, llegan a las playas de Chan Chan y la Luna pare a los Chimú. Eso es nuestro y es auténtico, dicen que la palabra cholo, en Chimú, significa perro”.


Así es Alberto Quintanilla, un códice que aún está por descifrar. Un cholo liso, irreverente, bocón,“ojovivo”: un juglar, en el estricto sentido del término medieval. Único con la guitarra, pícaro como el huayno serrano; mordaz, dulce y zalamero como el quechua. Y, cómo no, irreverente frente a las instituciones, aún en el momento de recibir la prestigiosa Medalla de Oro del Congreso, ante la ausencia claro está, de sus pares del Establishment de las artes pláticas y de la cultura limeñas. No le faltaba razón, el maestro de ceremonias insistía, entre otras perlas, en cambiarle el nombre cada vez que hacía uso de la palabra, hasta que le obligó a preguntar si no era a otro al que estaban condecorando, y a declarar a la ceremonia, y al Congreso, como “surreales”. No se calla nunca.

 

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Único con la guitarra.Pícaro como el huayno serrano. 
Mordaz, dulce y zalamero como el quechua.

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