Garcilaso: Mito y Realidad
En ocasión de los actos conmemorativos, celebrando el cuarto centenario de la publicación de los Comentarios reales, libro escrito por el Inca Garcilaso de la Vega y publicado en Lisboa en 1609.
Valicha, se unió a las celebraciones y lo hizo rindiendo a su vez, un homenaje a Carlos Aranibar, nacido en Lima hace más 80 años, y que es un historiador a la vez famoso y desconocido. La admiración que suscita su pensamiento entre una élite de especialistas e intelectuales interesados por la historia del Perú es muy grande; en cambio, el público mayoritario, que puede estar relativamente enterado de Basadre, Porras, Pease, Macera, Rostorowsky, Galindo y otros, no tiene la menor idea de quién es Carlos Araníbar. Esto se debe al sistemático esfuerzo del propio Araníbar por permanecer invisible para el mundo exterior (no se cansa de repetir que es un académico ya retirado), y a que su magisterio, como el de los maestros del mundo antiguo, es sobre todo oral. Quienes lo visitan, escuchan con asombro la magnitud de su erudición, y el vuelo de sus interpretaciones, que por lo común van contra la corriente establecida. Iconoclasta, pero no por un prurito de provocación, sino como resultado de un conocimiento mayor que el de los demás, y por una incapacidad de aceptar lo que se repite sin pasarlo por el cedazo de una crítica radical, que separa las pocas pepitas de oro del ripio que las rodea y a menudo esconde. Es una ocasión privilegiada la que tiene el lector de Valicha, de poder enterarse de su evaluación de la obra del Inca Garcilaso.
Entrevista a Carlos Aranibar
Por: Patricia Marín
¿Existió el Cusco de Comentarios reales?
En realidad, hay dos Cuzcos que se traslapan en Comentarios. Uno, combina vagas tradiciones locales con fantasías del autor, como cuando ubica los palacios de Manco Cápac o las escuelas de Inca Roca o cuando afirma que los hanan descendían de Manco y los hurin de mama Ocllo. El otro Cuzco, evoca la fundación española de 23-V-1534 y el reparto de solares entre los 88 vecinos que enumera el Acta que recoge el secretario de Pizarro. Garcilaso trasmite la capaccuna canónica de 12 incas sin distinguir los ‘legendarios’ de los ‘históricos’, de Pachacuti en adelante, y su referencia a restos arquitectónicos de los primeros reyes es materia incierta, como es errónea su creencia de que antes de los incas los nativos vivían una existencia ferina, “como en recogedero de bestias”. Es absoluta su ignorancia de culturas anteriores, que son las que alcanzan las cotas artísticas más altas del Antiguo Perú. Ni alude jamás a los ceques que menciona Ondegardo y detalla Bernabé Cobo, con los 350 adoratorios o huacas que partían del Cuzco. En cambio la memoria présbita del anciano clérigo radicado en España, recuerda con prolijo detalle la ciudad en que pasó su niñez y juventud. De ahí su relación nimia y algo cansadora de solares de los españoles que moraban en el Cuzco de 1560, cuando abandonó el Perú. En esta remembranza tardía es patente la omisión de los andícolas que poblaban las “cien mil casas” de la ciudad prehispánica que en 1534 describe Pedro Sancho de la Hoz, temprano testigo del saqueo y la destrucción de la capital inca, “la molto nobile e gran città del Cuzco”. Garcilaso no llega a superar el testimonio visual del cronista Sancho, autor de la notable “descripción de la ciudad de Cuzco y de su admirable fortaleza”. Y apenas si alude a los pobladores naturales como a “indios repartidos” entre los invasores, mientras que concede el estatuto social de ‘señores’ a esos desarraigados emigrantes que cruzaban el océano para “hacer la América” y que, como dijera Cervantes, acudían al último remedio de “pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España…, salvoconducto de los homicidas”. En los Andes, impuestos ya como los nuevos amos de la tierra por gracia del comentarista, esos humildes marginales de la península, ávidos buscadores de oro y plata, además de aladinescos botines de guerra y encomiendas de favor político, amanecen convertidos en “señores de vasallos”, epíteto favorito en Garcilaso y que, quitados humos y jactancias es, en verdad, pintoresco rango de una peculiar ‘nobleza’ semifeudal que jamás habrían soñado alcanzar en su patria.
El valor de Comentarios reales, hoy, ¿es historiográfico o literario?
Todo lo humano es histórico, pues el hombre y sus cosas nacen, viven y mueren en el tiempo. Así, Comentarios es documento histórico, pero su mayor timbre es literario, por la belleza y la bruñida elegancia de su prosa, hija del Siglo de Oro español. En mayor grado que cualquier crónica de su tiempo, Comentarios es ‘historia romanceada’, una fusión artística de verdad e invención en que la exactitud importa menos que lo imaginativo. Ficción y verdad son trama y urdimbre de aquel arte medley, amena mixtura en que realidad y fantasía confluyen en el comodín neutral y perfecto de la literatura: lo verosímil. Es curioso, nuestros mejores críticos literarios suelen salir fiadores del rigor histórico de Comentarios; por ejemplo, Riva Agüero, V. García Calderón, A. Yépez Miranda, J. Durand, A. Miró Quesada, L.A. Sánchez, L.A. Ratto, J.G. Cosío, A. Escobar, L. Loayza, R. Gonzáles Vigil, F. Carrillo. En cambio distinguidos historiadores admiten la calidad artística de la obra, pero plantean graves dudas sobre sus omisiones, veladuras, errores; en suma, sobre su valor como fuente histórica stricto senso. Así, Prescott, Lorente, Louis Baudin, Pablo Macera, Roberto Levillier, John Rowe, María Rostworowski, John Murra … ¿Cómo calificar a una obra de arte que en medida desigual participa de la literatura y de la historia y en cada página mezcla fábula y conjetura, verdad y fantasía? Ya en 1490 el historiógrafo y cronista real Alonso Fernández de Palencia, autor del primer diccionario de la lengua castellana, anterior al de Nebrija, decía de la obra de historia: “No importa que sea verdad, con tanto que se juzgue verisímil”. Tal pudiera ser, a mi juicio, el lema de Comentarios.
¿Cómo evalúa la obra del Inca Garcilaso en la historiografía peruana?
Por razones de sigilo político, el grueso de los relatos del XVI y el XVII sobre la invasión española en los Andes (Sámano, Sancho de la Hoz, Ruiz de Arce, Estete, Diego de Silva, Alonso Borregán, Cristóbal de Molina, Betanzos, Polo de Ondegardo, Pedro Pizarro, Diego de Trujillo, Sarmiento de Gamboa, Santillán, Juan de Matienzo, Cabello Balboa, Santa Clara, Murúa, Huaman Poma, Oliva, Pachacuti Salcamaihua, Montesinos, Bernabé Cobo, etc.) permanecieron inéditos hasta los siglos XIX y XX. Comentarios, en cambio, es una de las rarísimas crónicas publicadas en España en los inicios del XVII, pues era obra concorde con la religión y la política oficiales. Por eso cruzó con felicidad las tres barreras de la prensa de la época: los permisos de la Iglesia, la Inquisición y la Corona. Al principio tacharon a Garcilaso de autor crédulo y fantaseador, cronistas como Oliva o Montesinos, ambos aun más fabuladores que aquel. Poco después a su historia inca la aceptaron y difundieron, en bloque y sin mayor examen, religiosos de los siglos XVII y XVIII como Vásquez de Espinosa, Salinas, Córdova, Calancha. En realidad, Comentarios se elaboró a partir de la perdida Historia indica del jesuita Blas Valera y de media docena de crónicas que circulaban en la segunda mitad del XVI: Cieza, Gómara, Zárate, Palentino, Acosta, Román. Muy escasa es la información nueva que trae Garcilaso en una obra que, según él reconoce, es “comento y glosa” de aquellas. Mas, gracias a sus recuerdos personales y a su exuberante fantasía, transforma de raíz el género del árido relato notarial y, en un salto de calidad, lo eleva a una artística evocación proustiana de su infancia y juventud. Ya entrado el XIX, cuando vieron la luz crónicas hasta allí inéditas, historiadores como Mariano de Rivero y Jakob Tschudi recusaron la veracidad histórica de Garcilaso. Ticknor le censuró el estilo brumoso y el abusar de fábulas y chismografías. William Prescott tildó su utópica sociedad andina de cuento de hadas y le negó la facultad “de distinguir la verdad del error”. Desconfiaban también Manuel de Mendiburu y el español Sebastián Lorente, fundador de la cátedra de Historia Nacional en San Marcos, que criticó su fantasía y “credulidad que a veces raya en infantil”. Ricardo Palma, voraz lector de crónicas sin las que no habría podido escribir sus Tradiciones, más de una vez ironizó: “Garcilaso, que no pocos embustes estampó en los Comentarios Reales”, “Garcilaso… a veces es más embustero que el telégrafo”. Menéndez y Pelayo juzgó que la obra era una novela y no una historia. Y a principios del XIX no faltó un incivil erudito, el clérigo Manuel González de la Rosa, que lo acusó de plagiar al jesuita Blas Valera, cuyos famosos “papeles” pasaron de manos de Garcilaso al limbo.
En 1916, José de la Riva Agüero dio el gran vuelco en la valoración de Garcilaso y su obra al crear la persuasiva imagen de un mestizo de genio que conjugó la fuerza viril de su linaje paterno con la ternura y melancolía de su materna raza andina. Tal concepto de la ‘mesticidad’ de Garcilaso olvida que el mestizaje es la forma bionatural de la convivencia humana e inventa una rara entelequia, la ‘mesticidad’ en cuanto tal, a la que libremente se dota de caprichosos atributos. Convertir al gran escritor cuzqueño en fusión temprana y armonía histórica de dos razas, es un artificio retórico con que Riva Agüero quería resolver tensiones y conflictos sociales de su propia época, y que, por obra de mil repeticiones rebañegas, ganó popularidad y difusión increíbles. Sin embargo, el oponer razas fuertes a razas débiles y tiernas es, apurado el análisis, fascismo puro que apenas si enmascara su entraña imperialista: es el juicio derogatorio del vencedor sobre el vencido. Por último, hacer del mestizo Garcilaso conjunción de dos noblezas, es doble ardid que no resiste el análisis. Conectar al padre de Garcilaso con el nobiliario extremeño es quimera de genealogista que perdió la brújula. Y respecto a la madre, bautizada de Isabel Suárez, salvo Comentarios, no hay documento antiguo que la llame coya Chimpu Ocllo, hija de Túpac Yupanqui. No hay tal cosa en los testamentos de la madre, ni del padre, ni del comentarista, ni en el registro de descendientes de Túpac Yupanqui consignado por la Probanza que en 1985 publicó John H. Rowe. Como dije, el nombre Chimpu Ocllo únicamente figura en Comentarios. Ya los antiguos y escépticos juristas romanos prevenían: “Testis unus, testis nullus” (testigo único, testigo nulo).
¿Cuán característico de su época es el Inca Garcilaso? ¿Tiene sentido calificarlo como ‘el primer peruano’?
En cuanto a lo primero, Garcilaso tipifica la mentalidad señorial de España del XVI, que juzga toda sociedad como estamental, en la que se nace y muere dentro de un estrato. Para tal concepción -que jamás confunde clases rectoras con siervos de la gleba, de la mano con Aristóteles-, existen gentes nacidas para mandar (reyes, nobles) y otras para trabajar y obedecer (obreros, campesinos). Como portavoz de lujo, Comentarios refleja la pedagogía política de la Compañía de Jesús y cualquier lector acucioso confirmará sin esfuerzo esa visión elitista por la cual el autor elogia sin medida a los reyes incas, pero no a la masa andina. Cada soberano es sabio, piadoso, justo, prudente, benévolo, posee todas las virtudes que los jesuitas atribuían al rex justus, el Príncipe cristiano de Rivadeneyra que el concilio tridentino oponía a la torva figura de El Príncipe de Maquiavelo. En breve, cada monarca de Garcilaso semeja un repetido medallón o cuño del gobernante ideal, que sólo hace la guerra a tribus salvajes de cuasi paganos sin ley ni dios, para redimirlas de las tinieblas y regalarles bienestar y civilidad -por cierto, crudo parangón de la catequesis colonial española. En cambio el hatun runa, el campesino de los Andes, le merece juicios despectivos que muchos suelen pasar por alto. Al indio común le otorga una suerte de ser carencial y lo juzga adulador, simple, supersticioso, sumiso cual manso cordero, desconfiado, crédulo, gente sospechosa y nada reflexiva, etc. Su rol es el de los antiguos ‘servi ad naturae’ de Aristóteles y su deber social nunca va mas allá de la obligación moral de ser buenos súbditos del Poder. No llame todo esto a sorpresa, por más que agriete la imagen popular y de pastiche del gran prosador cuzqueño.
En cuanto a llamarlo primer peruano, primer mestizo, primer historiador, mejor dejar esas cosas al libro de records de Guinnes, porque detrás del simple epíteto hay un falaz supuesto histórico: creer que el Perú nace con la invasión española, que si bien trajo a los Andes castellano y cristianismo trajo también genocidio y abuso colonial. El Perú es una patria poliétnica mucho más antigua, y su milenario desarrollo autónomo justamente aborta con la irrupción ibérica. Ya hubo más de una fútil tentativa de plasmar esa visión rivagüerina de un juvenil y cándido Perú mestizo, nacido en 1532 tras la masacre de Cajamarca; por ejemplo, la Historia del Perú de Carlos Zavala Oyague, que sin el menor tapujo prescinde de todo lo prehispánico y sólo califica y recoge como histórico lo que ocurrió en los Andes después de la llegada de Pizarro. Ni vale la pena ahondar el asunto.
¿Se puede hablar de un mestizo peruano hoy, 2009, en el sentido en que el Inca lo hacía?
Todavía en el Perú del XVI, en que imperó la teoría colonial y separatista de “las dos repúblicas”, cupo imaginar un único mestizaje andinoespañol que excluía al negro y, por supuesto, a las tribus de selva. Todos tenemos algo de inga o de mandinga, decía Palma en frase que quizá fue adaptación del dicho boricúa “el que no tiene Dinca tiene Mandinca”, con que los afrodescendientes en Puerto Rico aluden, desde hace siglos, a dos etnias que surtían de esclavos a la España colonial. Mas el Perú de nuestros días, cualquiera sabe, es un Estado multinacional que aún no ha logrado construir patria común para negros, indios, selvícolas, blancos, orientales y otras minorías. La fusión mestiza que aceptó Garcilaso es la que propiciaba la Compañía de Jesús, fusión de clases dirigentes, esto es, la nobleza andina y los invasores. Ni los jesuitas ni Garcilaso soñaron con la integración racial de españoles y la plebe campesina. De ahí los enlaces de muchos conquistadores ibéricos con princesas nativas, como los casos de Sierra de Leguisamo, Juan Balsa, Villacastín y otros que desposaron coyas hijas de Huaina Cápac, porque el matrimonio con mujer de la nobleza andina daba derecho a solicitar encomienda. Si no había tal opción, el español se limitaba al concubinato, como ocurrió en el caso de la familia de Garcilaso. Así, antes de desposar en 1549 a cierta criolla panameña, la adolescente de 14 años de edad Luisa Martel de los Ríos, el quincuagenario padre del comentarista quebró el hogar infantil separando a su fiel compañera Isabel Suárez, a la que casó con un Juan de Pedroche, oscuro comerciante y casi anónimo personaje que nadie recuerda ya.
¿Es importante leer hoy al inca Garcilaso de la Vega? ¿Cómo se debería leerlo?
Entre los factores que forjan y consolidan una patria, las artes y la literatura son esenciales cuando a través del tiempo logran pasar de una generación a otra. No solo el lenguaje y las primeras nociones mágicorreligiosas acompañan a todo conjunto humano. La creación literaria, cuando es excepcional, opera al modo de una invisible argamasa que hereda, trasmite y afianza una herencia colectiva. A duras penas concibo a Italia sin Virgilio y Dante, Alemania sin Goethe y Hölderlin, Inglaterra sin Shakespeare y Joyce, España sin Cervantes y Lope, Francia sin Racine y Proust, Rusia sin Tolstoy y Dostoievski. Y pienso que una patria peruana sin Huaman Poma, Garcilaso y Vallejo, sería mucho menos patria. Son seres de límite máximo, que en el fluir secular de la historia incardinan lo mejor y más noble de un colectivo social que, poco a poco, elimina lo superfluo y atesora lo perenne de toda creación societaria. Tal como en cualquier familia siempre hay un narrador, un tío, un abuelo, que entretienen y modelan el alma de los niños con cuentos y fabulillas, los escritores de genio nutren y perpetúan ese gran constructo social que llamamos nación. Al leer Comentarios de Garcilaso nos parece escuchar el tono amable y seductor de quien nos relata la olvidada historia de nuestra gran familia y se dirige, más que a la razón, al sentimiento y la fantasía. Y entonces, como al abuelo entrañable al que de buena gana perdonamos deslices y omisiones, sentimos que ya poco importan los prejuicios vanos del comentarista, sus ambigüedades y lagunas, sus errores históricos, su interés encomenderil, su repudio del dominico Las Casas, su incomprensión del indio pobre, su anhelo aristocrático de una alcurnia imposible; todo lo olvidamos, digo, cuando al oír el murmullo de esa voz antigua que nos habla de un pasado bello y remoto, nos invade una extraña ternura y nos gana la amorosa nostalgia como de un Edén perdido, que a ratos nos llega a punzar el corazón.