Huayhuaca 2013Luego  de dos  años de arduo, pero grato, trabajo de curadoria, Jose Carlos Huayhuaca, uno de los principales especialistas en estética fotografica de nuestro medio, presentó  la obra temprana de Guillermo Guevara Yábar la noche de su inauguración, el pasado 4 de julio, en la Galería de Arte Ccori Wasi, de Miraflores.

Compartimos con ustedes el texto que acompaña  el catálogo de la  muestra denominada Paskanas, la misma que, luego de su estadía en Lima a lo largo del mes de julio, estará en el Cusco desde el 8 de agosto, en la Capilla de San Bernardo.

Guillermo Guevara Yábar: La Proximidad y la Distancia

Por José Carlos Huayhuaca

I

La llamada “Escuela de Fotografía del Cusco”, constituida por varias generaciones de practicantes, abarca, según se ha establecido, la primera mitad del siglo XX. Los estudiosos del arte fotográfico cusqueño, por su parte, han supuesto que esa expresión estética se detuvo al filo de dicha “Escuela”, en la generación de Eulogio Nishiyama, cuyo trabajo data de los años 50 y 60. Desde entonces, existiría una notoria brecha hasta la emergencia del Proyecto Tafos, hacia 1986, y el ejército de fotógrafos subsiguientes y contemporáneos.

Sin embargo, la obra temprana de Guillermo Guevara Yábar, en que consiste la presente exposición, demuestra que tal vacío era solo aparente, pues sus fotografías fueron tomadas entre 1970 y 1987. En este período, Guevara Yábar produjo imágenes que prolongan el legado de los fotógrafos precedentes, en cuanto desarrolla su propósito general de retratar los muchos rostros del mundo andino; pero lo hace con un estilo y un espíritu que ya son diferentes, y en tal medida enriquece ese legado.

Hauyhuaca_-Guevara_YbarSi no es en el contenido -campesinos del ande, monumentos, paisajes naturales o urbanos, etcétera-, ¿en qué se diferencia? Entre otras razones, en el propósito específico. Mientras aquellos hacían sus fotos con fines comerciales (la tarjeta postal, el artículo periodístico, el almanaque, la ilustración de investigaciones académicas) o por lo menos públicos (la exposición de arte), Guevara Yábar lo hizo para su pura y personal satisfacción, al grado de que nunca se le ocurrió exhibir sus fotografías. Esta diferencia de propósitos no sería relevante desde un punto de vista estético, y ni siquiera documental, si no implicara una diferencia en la forma, y por tanto en el espíritu. Sin ningún prurito de lucimiento o diferenciación (“posicionamiento”, se dice hoy, en el odioso idioma del marketing), su búsqueda de imágenes obedece a resortes más privados. No son estas imágenes el resultado de una impersonal exploración de “vistas”, ni de la cacería profesional de “novedades”; son una evocación y un reconocimiento. En última instancia, su fotografía es lírica. No obstante volcarse al espectáculo del mundo exterior, hay en estas imágenes un trasfondo introspectivo y emocional. Pero se trata de un lirismo mitigado por la innata discreción de su personalidad. Como los poetas, lo que descubre GGY en sus andanzas son, de algún modo, el reflejo de sus recuerdos, el eco de personajes y lugares que acaso conoció o imaginó en su infancia, o de los que oyó relatos incitantes y hasta portentosos. Son como el brindis del reencuentro; pero son también, en cierto sentido, obra de obediencia (o complicidad) filial.

En efecto, el fotógrafo, nacido en el Cusco en 1950, proviene de una familia de gran arraigo cusqueño: los Yábar, cuya presencia allá data de principios del siglo XIX. Su madre, Betty Yábar, fue heredera de haciendas altoandinas (territorio, desde hace siglos, casonade las hoy célebres comunidades de los indios K’eros), pero nunca llegó a conocerlas salvo por los relatos de su propio padre. Cuando este murió y ella asumió sus veces, ejerció el rol de propietaria con nobleza: sin usufructuar el trabajo de esas comunidades, y sin embargo cumpliendo amorosamente con sus obligaciones patronales. Era a ella a quien recurrían los K’eros, ya fuera para dirimir conflictos internos, ya fuera para solicitar ayuda en cuestiones judiciales o de salud, a resolverse en las cortes o los hospitales de la ciudad. Los llamados “mandones” de cada comunidad, viajaban al Cusco cada cierto tiempo, desde su hábitat a más de cuatro mil metros de altura, y Betty Yábar los acogía, escuchando sus cuitas y orientándolos. También los interrogaba, naturalmente en quechua (la burguesía, en aquellos años, era bilingüe), sobre su mundo y su vida. Fruto de esas largas conversaciones fueron dos libros (Testimonio sobre Cheqec, de 1971, y Pirca, de 1989), expresivos de la compleja y casi mística cultura de los K’eros, así como de su condición material, signada por la penuria.

Y allí rondaba GGY de niño, recogiendo con cariño y asombro esas historias de un mágico otro mundo, que alcanzaron proporciones míticas en su imaginación. Tales sentimientos no lo abandonarían, a pesar de la lejanía, cuando su familia se mudó a Lima, donde reside desde entonces. Tenía catorce años en el momento del desarraigo, pero permaneció en su corazón el apego a la cultura quechua, que su madre le transmitió desde pequeño, y que determinaría a la larga, en el artista, una visión plena de empatía con el mundo rural cusqueño, y con la ciudad misma. Desde entonces, el llamado del Cusco persistió en su memoria, y lo hizo retornar, cada vez que le fue posible.

Por ejemplo cuando, hacia 1971 y acompañado por tres amigos, realizó un viaje a pie -una peregrinación más bien- hacia el orbe remoto, bello y desgarrador de los K’eros. El resultado fueron decenas de imágenes que rezuman emoción, algunas de las cuales se exhiben aquí. A este respecto, cabe subrayar otro factor que diferencia a Guevara Yábar de cierta vertiente de la “Escuela del Cusco”, así como de los fotógrafos del Proyecto TAFOS que vendrían después. No hay en su obra el menor asomo de indigenismo, en el sentido ideológico de la palabra, ni sus fines fueron el testimonio social, etnográfico o político. La hizo por razones de índole existencial: buscar, y quizá hallar, lo que realmente contaba para él; de ahí que no se esforzara en absoluto por darla a conocer, manteniéndola inadvertida por el público y los estudiosos.

¿Una opción irrelevante en el contexto de la agitación política y social de la época, con su serie de cambios y sus estridentes reclamos a la acción? Cuando las olas de la historia pasan, y siempre lo hacen, permanecen quietas las aguas de las profundidades, donde sí tiene sentido atender a demandas privadas y ensayar una terapéutica del alma.

 

II

GGY es arquitecto profesional, graduado en la Universidad Nacional de Ingeniería, y enseña, desde hace ya varios años, en la Facultad de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Pero su vocación fotográfica la desarrolló de manera autodidacta y – digámoslo así – secreta, desde que surgió en su infancia espontáneamente, acaso bajo el estímulo de sus vivencias de entonces en las haciendas familiares de Llaycho y Huipiray, en Pintobamba y Aranjuez, donde conoció los mundos andino y selvático, su geografía y su gente. Desde entonces, no ha dejado a la cámara en paz. Su archivo fotográfico sobrepasa, en la actualidad, la cifra de quince mil.

Paskanas, título de la presente muestra, es una bella palabra quechua que significa “etapas o paradas de un viaje”. En tal sentido, es muy apta para denominar la antología de imágenes aquí exhibidas, que son el fruto de otras tantas estaciones en los viajes de Guevara Yábar por calles, rutas y regiones de su país. Él, como buen fotógrafo, fue un andariego precoz, que iba por aquí y por allá, y que se detenía, cada tanto, ante ciertas escenas. No las más vistosas, solemnes o dramáticas, esas que llaman la atención de todos, sino, más bien, aquellas que tocaban su mundo interior, fuesen niños campesinos, nevados altoandinos o rincones urbanos. Sus fotos equivalen al “¡oh!” de esos encuentros que conciernen a los afectos más hondos, a causa de la propia historia de vida.

Diversos son los géneros o subgéneros que GGY ejerce: paisajes naturales y urbanos, fotografía callejera, retratos de individuos o de grupo, fotografía arquitectónica, fotografía de niños, etcétera. Lo que cabe es preguntarse en qué sentido se distingue del caudal de practicantes de dichos géneros, cuáles son sus señas de identidad. De un temperamento esencialmente ordenado, GGY destaca por la sobriedad de elementos que conforman sus imágenes, y por la pulcritud en la manera de captarlos; jamás intenta ángulos llamativos, pues su mirada es la del viandante que contempla las cosas de un modo natural, sin subirse al tejado más alto o arrojarse de súbito al piso. Caminar, eso sí, y mirar de frente, amistosamente. Sus composiciones se distinguen por un acusado sentido del equilibrio; equilibrio fino, por estar logrado con términos desiguales. La impresión podría ser de simetría, pero nunca lo es, debido a la delicada irregularidad que agracia la composición. Nadie vaya a pensar, sin embargo, que esto se debe a aplicar trucos del oficio aprendidos en talleres y academias; siendo autodidacta, es el fruto de la innata inclinación de su espíritu. Si tiene algún secreto, es la atención al matiz—a algo casi impalpable y aéreo, pero que hace la diferencia. Así es como cada imagen, aunque sea la de un majestuoso nevado, en lugar de pesar con gravedad, se aligera y levanta vuelo.

Los rincones urbanos que capta, sean exteriores o de entrecasa, tienden con frecuencia a estar despoblados; no obstante, son cálidos, acaso porque, como escribió Vallejo, “el sitio por el que pasó un hombre ya no está solo”. Aún en sus paisajes naturales, figuran con frecuencia dichas huellas. Es que Guevara Yábar se lleva bien con los seres humanos. El filósofo Levinas ha establecido la importancia moral de encontrar un justo término entre uno y los demás, de tal modo que nos permita sentir el íntimo latido de la gente y sin embargo reconocer su trascendencia, su ser otro. Levinasiano natural, lo haya o no leído, GGY ha sabido ubicarse, respecto a los sujetos que fotografía, en un punto donde la proximidad y la distancia mantienen un delicado equilibrio. Así, las gentes que retrata parecen tener nombre propio y llegan a afectarnos en sí mismas; no obstante, permanecen en su propio ámbito, cuyo confín el fotógrafo se cuida de traspasar. Nada más ajeno a GGY que la manipulación: “¡haz esto o aquello!”, “¡ponte así o asá!”. Las personas no se acomodan a sus imágenes; estas se acomodan a lo que las personas hacen o son.

Hay una vertiente de su obra que llama la atención, la fotografía de niños: niños de la calle, niños campesinos del Ande o de la selva, niños, niños, niños. En las Nio-Huayhuacapuertas de sus casas, en la calle, jugando, conversando con absoluta seriedad entre ellos, realizando recados a pesar de su cortísima edad. La ternura del lente de GGY, sin embargo, no encubre las carencias de la circunstancia material que aqueja a esos niños, pero se las arregla para destacar en ellos principalmente la frágil, invencible inocencia. Su obra maestra en este renglón es “Niño a orillas del Vilcanota”.

¿Es el retrato de una persona? Sí, pero la persona está descentrada y no es más que un término de la imagen. ¿Es la captura de un paisaje? Sí, pero el paisaje se ve al fondo y de un modo nebuloso. En realidad, es ambas cosas al mismo tiempo: naturaleza y retrato personal (en grácil equilibrio, una vez más). Pero también es la combinación de otras cualidades antitéticas, como la emotividad y la geometría. Es obvio que el fotógrafo está conmovido por la fragilidad, la derelicción y el misterio de ese niño campesino, y logra transmitirnos tal sentimiento; pero lo hace gracias a una construcción de la imagen tan rigurosa que parece diseñada con perspectógrafo, y que hubiera suscitado la aprobación de Brunelleschi. Composición compleja y poco convencional, donde el niño, no obstante estar disminuido por su obvia indigencia, es casi monumental por su escala preeminente en el encuadre [1]; donde hay una sutil gradación desde la luminosidad que irradia en el fondo, el gris de la zona intermedia y la sombra que cubre el término inicial.

Precisamente, la atmósfera de sus fotografías es, en general, evocativa y crepuscular. No porque domine en ellas cierta hora del día, ni por cuestiones meteorológicas; sino por tratarse de una tonalidad, de un clima interior, fruto del sentimiento nostálgico que lo baña todo, en la mirada de este fotógrafo. De ahí la ternura, unas veces; la melancolía, otras, y siempre la serenidad.

GGY ha continuado fotografiando desde entonces, en blanco y negro y en color, con cámaras analógicas y digitales. Paskanas solo es el primer tramo de un camino que está en marcha. Como hombre del siglo XXI, en sintonía con su tiempo, no cesa de observarlo e interrogarlo, al menos a través de su arte. Si bien en su memoria no han cesado de correr el Vilcanota y el Apurimac, a ellos se han sumado otros ríos, más caudalosos y de ámbitos más lejanos. Sus nuevas imágenes nos darán el encuentro en un futuro que, felizmente, ya es posible avizorar.


[1] Viene a la mente una frase de Masaoka Shiki, poeta japonés del siglo XIX: “Recuerda la perspectiva: lo grande puede ser pequeño si está lejos y lo pequeño puede ser grande si está cerca”.

Comentarios   

0 #1 Yvo 01-10-2020 07:06
Las fotografías de Guillermo Guevara Yábar son de una asombrosa belleza y sensibilidad. Toda persona amante del arte disfrutará intensamente de la colección exhibida en Paskana.
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