Guillermo Guevara Yábar
La llamada “Escuela de Fotografía del Cusco”, según se ha establecido, abarca principalmente la primera mitad del siglo XX.
Los estudiosos del arte fotográfico cusqueño han dado por supuesto que la expresión fotográfica en el Cusco se detuvo en la generación de Eulogio Nishiyama, y que, desde entonces, existe una brecha hasta estos días, en que el arte fotográfico habría resurgido.
Sin embargo, el trabajo de Guillermo Guevara Yábar evidencia que tal brecha no existe. En otras palabras, su obra llena ese aparente vacío en la historia de la fotografía cusqueña, y es un placer para esta revista, mostrar por primera vez el arte de este fotógrafo que, bajo la curaduría de José Carlos Huayhuaca, expone por primera vez su obra. La muestra denominada “Paskanas”, se presentará sucesivamente en galerías de Lima y Cusco.
La fotografía: una magnífica manera de estar solo
Entrevista a Guillermo Guevara Yábar
Patricia Marín.- ¿Cómo fue el Cusco de tu infancia?
Guillermo Guevara.-Era totalmente distinto de lo que es ahora. Siempre les digo a mis hijos que el Cusco que yo conocí, ya tiene poco que ver con este que ellos visitan ahora, casi como turistas a pesar que han vivido algunos años allá. Siento que la escala de la ciudad ha cambiado muchísimo; para comenzar ahora es una ciudad mucho más grande, hay muchísima más gente, es una ciudad ruidosa y ha perdido también mucho de algunas de las cosas que para mí le daban identidad en esos tiempos, para bien y para mal.
P. M.- ¿A qué tipo de cosas te refieres? ¿Qué cosas recuerdas?
G. G.- Por ejemplo, hoy veo que la gente no se ve tan pobre como se veía en esos años. Cuando era niño, veía mucho más miseria en todas las clases sociales, desde lo que llamábamos en ese tiempo con total naturalidad “indios”, hasta los “caballeros”. Todos tenían algo de menesterosos en su vestimenta, en sus necesidades, ahora veo que eso ha variado.
P. M.- Es decir ¿la ciudad tenía una pátina de pobreza fuerte?
G. G.- Efectivamente. Y es lo que más recuerdo de mi infancia a pesar de que en ese momento yo lo veía con total naturalidad.
P. M-.¿En qué calle vivías?
G. G.- Vivía en una zona antigua del Cusco, en la esquina de la calle Arones con Nueva baja, a unas tres o cuatro cuadras de la Plaza de Armas. Era un sitio muy céntrico y era el camino de salida hacia Picchu. La ciudad terminaba ahí, muy cerca, por donde estaba en camal, y por el otro lado estaba la cuesta de Santa Ana. Tanto Picchu, como Santa Ana eran barrios muy pobres, mejor dicho eran más pobres que el resto de la ciudad que ya era pobre.
P. M.-¿De qué años estamos hablando?
G. G.- De los años cincuenta, comienzos de los sesentas. Después del terremoto, pues yo nací justo en el año del terremoto, por supuesto no tengo memoria de él, tenía tres meses de edad cuando ocurrió.
P. M.- Y en tu barrio ¿cómo era la vida? ¿Se conocían unos con otros, había una relación entre vecinos, o era una vida muy aislada?
G. G.- Había una cierta relación, una familiaridad con el vecindario. La casa donde yo vivía, era de mi abuela materna, la típica casa cusqueña, de dos patios, que subarrendaba por pequeños departamentos. Había unas tres o cuatro familias viviendo dentro de esta gran casa y además otros inquilinos digamos particulares, personas solas. Los portones estaban abiertos durante el día y cualquiera podía entrar a cualquier patio y nadie le preguntaba nada, entraba y salía gente constantemente. En el barrio, para comenzar, no había tanto automóvil como hay ahora, de modo que eran más bien barrios peatonales y muy tranquilos. Pero si teníamos contacto y familiaridad por ejemplo, con las pequeñas tienditas de abarrotes que había en la zona, el zapatero, el sastre que vivía en los bajos de la casa.
P. M.-¿Cuáles eran los dulces de tu infancia, que comprabas en las tienditas?
G. G.- Desgraciadamente, mis preferidos eran los dulces empaquetados, o sea de D’Onofrio o Field que eran caramelos o chicles. Pero sí recuerdo que había dulces como la melcocha, o la jalada que no precisamente se vendían en las tiendas, o los porotos que se vendían en la calle por vendedores ambulantes que tenían sus costales con sus productos. Lo que sí recuerdo es que había un cafecito en la siguiente cuadra que vendía la gelatina artesanal, es decir la gelatina de patas, que en esos tiempos a mí me parecía deliciosa, es quizá lo único típico que recuerdo con claridad haber consumido de niño.
P. M.-¿A qué edad comenzaste a ir al colegio?
G. G.- Comencé a ir a los seis años, a lo que hoy se llama primer grado y antes se llamaba transición o preparatoria. Fui al colegio La Salle y quedaba muy lejos de mi casa, para mi recuerdo y para mi tamaño y también para mi fortaleza, porque me parecía tan lejos, y caminar era tremendo. Entonces íbamos en una movilidad que el colegio ponía, y que no sé por qué estos curitas españoles le decían la góndola, pero era un bus. Esperaba la góndola en la esquina de Nueva Alta con Méloc, tengo ahí todo un recuerdo con el cine Ollanta que además era nuevecito en esa época y es parte de mi memoria de ese barrio, pues el cine era importantísimo.
P. M.-¿De niño ibas de niño al cine?
G. G.-¡Muchísimo! Recuerdo haber ido al cine todavía cuando existía el Teatro Municipal que también era un cine muy popular, y haber visto las seriales de Flash Gordon, Invasión de Marte y otras más.
P. M.-¿Qué significo colegio La Salle para ti? ¿Qué amigos encontraste, que profesores recuerdas?
G. G.- Era un magnifico colegio en esa época, eran pedagogos profesionales estos, no eran curas, sino hermanos de la escuela cristiana, pero se formaban para enseñar con mucho rigor. Eran magníficos profesores, además tuve un profesor civil o laico digamos que era el famoso profesor Bauch que no se si todavía viva, y debe ser muy ancianito si es que vive todavía. Era un gran formador de niños pequeños, y luego venían los hermanos profesores de gran formación, salvo uno que otro que era particular. Realmente eran muy buenos profesores, tanto, que años después estos profesores abandonaron esta congregación y fueron a la vida laica , y varios de ellos resultaron siendo profesores en escuelas como la ESAN o la Universidad Católica, donde uno de ellos llego a ser Decano de la Facultad de Pedagogía de la Educación, y me refiero precisamente a Jorge Capella.
P. M.- ¿Tenías patota de barrio o amigos del colegio?
G. G.- Tenía muy buenos amigos aunque no vivían en mi barrio. Mis amigos del colegio casi todos se fueron a vivir -y eso fue consecuencia también del terremoto- a Mariscal Gamarra, que era un barrio nuevo en las afueras de la ciudad. Ahí vivían mis amigos más queridos; ellos si formaban una gran patota, y por eso los recuerdo, por ejemplo me acuerdo de Antonio Garmendia, de Víctor Orihuela, Enrique Anchorena, Américo Huari, casi todos ellos vivían en Mariscal Gamarra
.
P. M.- Mariscal Gamarra era, entonces, los extramuros…
G. G.- Exactamente, después de eso venía la Universidad que era muy chiquita en esos tiempos y ahí terminaba la ciudad, después ya eran chacras.
P. M.- De niño supongo, como muchas familias cusqueñas, te has movido entre el campo y la ciudad.
G. G.- Así es.
P. M.- La relación entre el campo y la ciudad, te permitió conocer la experiencia del viaje ¿Qué significado le dabas al hechor de salir de viaje?
G. G.- Era natural para nosotros. Mi madre era muy entusiasta para esas cosas, entonces metíamos todo lo que podíamos en una pequeña camioneta que era de la oficina de mi papá, metíamos bicicletas y todo lo que pudiese faltar, juguetes, juegos, en suma, hacíamos un “traslado”. Y ella tenía esta enorme vocación de viajera (que creo hemos heredado algunos de sus hijos), un gran entusiasmo por salir de viaje, que era fascinante salir de la ciudad a cualquier sitio.
P. M.-¿Cómo era eso?
G. G.- ¡Era sensacional! Esperaba con gran ansia que termine el año, que llegue la Navidad y que comience el periodo de vacaciones en alguna de las chacras de la familiares, sobre todo en la de Paucartambo, que era la que más hemos gozado. Era extraordinario porque era un mundo de muchísima libertad. Si bien los hermanos del colegio eran excelentes pedagogos, el sistema del colegio era muy rígido, muy autoritario, muy fuerte desde el punto de vista religioso, la disciplina era muy estricta, entonces salir al campo era una liberación, era simplemente, no querer volver al colegio, la llegada del 1° de abril era dramática, traumática. Había que regresar más o menos el 30 de marzo, cortarse el pelo y empezar el colegio, era atroz, mis peores recuerdos son el inicio del colegio.
P. M.- ¿Cuál era tu lugar favorito en las vacaciones?
G. G.- Habían varios, pero el principal en la época del verano, lo que llamamos vacaciones largas, era la hacienda de Paucartambo; a las otras propiedades familiares íbamos a medio año, las vacaciones cortas, esas eran para ir generalmente a Quillabamba, y era otro tipo de vida; pero en los tres meses de las vacaciones largas, además, nos reuníamos con algunos primos. Nosotros éramos 5 hermanos hombres, luego venía mi primo Eduardo que llegaba de Lima, mis primas Rosa y Gladis que vivían en Cusco, y era una vida de patota familiar, de gran libertad, no hacíamos nada, gozábamos del rio, del clima, de la lluvia, del capulí, del montón de perros había, vagábamos por el campo, y yo creo que era el más errabundo de todos porque me iba solo, caminaba mucho más que mis hermanos y mis primos, llegaba mucho más lejos.
P. M.- Entonces tu deseo de caminar se genera muy temprano.
G. G.- Siempre he disfrutado mucho de la caminata, muchísimo de observar las cosas, simplemente estar vagando, errando. Fantaseando, como todo niño, sobre las cosas que uno iba viendo. Tenía “mis” momentos y prefería estar solo vagando por los cerros, no había ninguna restricción, no había ningún peligro, no había ninguna amenaza. Había tal libertad que, por ejemplo, desde muy niños mis hermanos y yo, aprendimos a manejar armas de fuego, carabinas, por ejemplo, porque éramos cazadores, y muy responsables pues nunca hubo ningún accidente con las armas de fuego, eso te puede dar una idea de a qué punto de libres éramos, unos niños entre, 10 a 15 años que andábamos armados por los cerros de Paucartambo con total naturalidad.
P. M.- ¿No había restricciones?
G. G.- Sí. Se manejaba una disciplina horaria para las comidas. Uno tenía que estar a la hora exacta; incluso eso, aprendimos a calcular, pues los niños no teníamos reloj, el reloj era cosa de adultos. Calculábamos la hora por el sol y la luz.
P. M.- ¿En qué momento deciden venirse a Lima?
G. G.- Fue cuando mi papá decidió incursionar en la política y salió elegido diputado, él es apurimeño, y salió elegido diputado por Andahuaylas, y nos vinimos a vivir a Lima por esa razón y porque además, creo que sentían que debíamos movernos a Lima como familia porque ya los mayores estábamos cerca de la educación universitaria. Para mí fue bastante traumático, a pesar que Lima generaba también grandes expectativas, porque era una ciudad totalmente distinta al Cusco, no había manera de compararlas y tenía grandes atractivos
P. M.- ¿A qué colegio llegaste?
G. G.- Al Colegio Nacional Nuestra Señora de Guadalupe.
P. M.- Eso debe haber sido un cambio radical
G. G.- Lo fue. En primer lugar por la masividad del colegio. Era un colegio que tenía nueve secciones, diez secciones por cada año, donde venían niños de todo el Perú y era un colegio de mucho prestigio por la fama que traía, pero que en ese momento estaba en una situación de ruina total, no solamente física, sino pedagógica y de organización. Fue tremendo, porque yo venía de un colegio de élite provinciana, muy organizado, muy limpio, pulcro en todo sentido, a un mundo caótico que era promovido por el propio colegio. El colegio era un caos , por ejemplo, uno salía al recreo en el Cusco, en la Salle, y dejabas todas tus cosas, incluso tu propina la podías dejar dentro de tu carpeta y no pasaba nada, en el Guadalupe tenías que salir cargando todas “tus chivas”, hasta tu lapicero y tu regla, porque no podías dejar nada en la clase, porque simplemente iban a desaparecer, era así; entonces, eso nomás ya era un gran cambio y luego yo venía de una sección donde éramos diecinueve o veintidós alumnos, a una en la que éramos sesenta y cuatro o sesenta y cinco, en la que a nadie le importaba nada.
P. M.- En la que de alguna manera te volviste también una persona más del montón, ya no eras quien eras
G. G.- Así es. Ya no tenía un nombre, era un número, yo era el 19 y punto. Ese fue un gran cambio para bien y para mal, porque también me permitió tener una idea más precisa de lo que era el país. Si yo hubiese venido a un colegio de élite limeño, a un colegio particular, habría crecido como crecían los limeños de esa sociedad, ignorando lo que era el resto del país, lo que era la sociedad peruana: complicada y compleja.
Si me permitió conocerla y sufrirla. Para mi esos tres años que pasé en el colegio Guadalupe fueron muy dolorosos, y otra vez ansiaba como la liberación, el final del año escolar para volver al Cusco y ver otra vez el campo, y entonces era mucho mejor que antes, estas vacaciones eran mejores.
P. M.-¿Y en qué momento llega a tus manos una cámara fotográfica?
G. G.-¡Ah! Muy temprano, eso también creo que se lo debo a mi mamá, ella era la aficionada, tenía primero una camarita de esas domésticas que tenían todas las familia, y tomaba una foto cada cierto tiempo, entonces los rollos duraban dentro de la cámara, meses y años; y luego ella adquirió una Zeiss Ikon que era una buena cámara, con la que además tomaba diapositivas familiares, eran fotos de la familia, de nuestros viajes, de nuestras vacaciones, de las navidades, de nuestros cumpleaños y era todo un acontecimientos cuando tenía que enviar, vía Nishiyama, a Lima estos rollos para que se revelen, incluso creo que se iban hasta Panamá, porque no había quien revele diapositivas de color en esos tiempos.
P. M.-¿Después del año cincuenta todavía no había tecnología a color en el Perú?
G. G.- No había para color ni para diapositivas a color. Entonces pasaba dos o tres meses hasta que las fotos volvían ya reveladas y marcadas las diapositivas, o los “slides” como se les decía, y hacíamos unas reuniones familiares para ver las fotos, era sensacional. Y eso ocurría cuando yo tenía ocho, nueve años, y lo primero que hice fue usar esa cámara Zeiss Ikon con permiso de mi mamá, muy restringido por supuesto, hasta que pedí mi propia cámara. Era chiquita, pero era mía, supongo que más o menos a los nueve o diez años.
P. M.- Entonces te iniciaste muy temprano.
G. G.- Bien temprano, y en las vacaciones, mientras mis hermanos salían de cacería con un arma, yo salía con mi cámara fotográfica y como además no abundaban los rollos y revelar era caro, tenía que pensar mucho para tomar una fotografía.
P. M.-¿Tus caminatas era pensadas con el fin de fotografiar o fotografiabas porque caminas?
G. G.- Creo haber tenido muy pocas de estas experiencias que llamábamos los “safaris fotográficos”, en los que me reunía, ya de adulto, con algún amigo y salíamos con la intención de fotografiar. Lo he hecho muy poco, dos o tres veces, con Teo Allain o con Jorge Deustua, y en viajes específicos, por ejemplo a la fiesta del Carmen de Paucartambo. Pero la mayor parte de mis fotografías creo que tenían que ver, todavía, con el niño solitario que vagaba por el campo, por los pueblitos.
P. M.- Y por qué eras solitario y te gustaba la soledad…
G. G.- Me gustaba esa relación de la fotografía con un estado concentración. Me gustaba fotografiar cuando estaba solo, incluso cuando hacíamos estos safaris, yo procuraba irme alejando, mezclándome con el tema fotográfico. Incluso esperar que se mueva una nube para que el sol vuelva a hacer la sombra que había visto un rato antes y ese tipo de cosas. Creo que era una magnifica manera de estar solo. Incluso, cuando el viaje era por razones profesionales, encontraba la forma de quedarme solo, la fotografía era un momento especial para mí, y siempre buscaba horas como muy tempranito en la mañana o muy tarde donde ya no tenía nada que hacer y me podía dedicar a la fotografía yo solito.
P. M.-¿Por qué dejaste la fotografía?
G. G.- La vida familiar, la responsabilidad del trabajo hacen que se disponga de menos tiempo para uno mismo. Cuando los hijos son chicos, uno piensa más en viajar con ellos, la fotografía se hace más familiar y se va volviendo una cosa menos intensa que en los años jóvenes, entre los 15 a los 25, donde para mí la fotografía fue de gran intensidad.
P. M.- Sin embargo pasan los años, y nos reencontramos con un gran bagaje de obra hecha, cuéntame cómo surge el reencuentro con esa obra de tu juventud.
G. G.- Si, yo creo que ahí ocurren fenómenos internos y fenómenos externos a uno. Yo siempre había archivado mis fotografías con más o menos cierto orden y cierto cuidado, porque en algún lugar de mi corteza cerebral, había la idea de que alguna vez pudiera dedicarme a eso con cariño, a ver otra vez mis negativos, ampliarlos con ganas, con cuidado, uno por uno y dedicarme solo a eso, como una especie de retiro de mi vida profesional. Pero siempre ese futuro era futuro. Tanto es así que en las casas que he remodelado como esta o como la anterior en Miraflores, e incluso en las que alquilé con mis hijos en el Cusco, procuré hacer un cuarto oscuro para dedicarle algunas horas, pero jamás los llegué a usar.
Pero era una cosa que iba pateando hacia adelante hasta que posiblemente fuiste tú la que impulsó esto. Cuando hace dos años y medio, tú con José Carlos Huayhuaca me buscaron expresamente para esto y ahí intervino el entusiasmo de Cecilia, mi esposa, que sacó las cajas donde estaban todos los archivos de negativos y contactos.
P. M.- Vas al Cusco mucho y lo haces ahora como profesor en la Facultad de Arquitectura de la Universidad La Católica ¿Qué opinión tienes ahora de la ciudad como fotógrafo y como arquitecto? ¿Que te dicen esas visitas, qué miradas o que impresiones te causan?
G. G.- A pesar de que lo conozco desde que nací, siempre tengo ese sentimiento de descubrimiento de algo, aunque lo esté viendo por enésima vez, siempre lo descubro, y en ese sentido el Cusco lo que hace es seguir estimulando mi manera de percibirla, no solamente la ciudad sino la región del Cusco.
Ahora es mucho más fácil moverse por allí, con las carreteras nuevas asfaltadas, los nuevos vehículos de transporte, entonces uno se mueve dentro de un ámbito que se ha extendido mucho. Yo he estado hace un par de meses en Moray y en Chinchero fotografiando muy temprano en la mañana, y he vuelto a percibir exactamente esa misma sensación de descubrimiento que me exaltaba como cuando por primera vez llegué a Ollantaytambo, por ejemplo, o a Tres Cruces, a pesar de que han pasado 40 años desde aquella vez. Y con el centro del Cusco me sigue ocurriendo lo mismo: las calles, la gente (ya distinta, pero de alguna manera todavía igual); todo eso me sigue sorprendiendo y estimulando muchísimo, con el añadido actual de que ahora tengo la conciencia de que todo esto, o mucho de esto, está siendo amenazado por el crecimiento general de la población y por el crecimiento físico de las ciudades y los pueblos. No hay un solo pueblo que se salve de este crecimiento caótico, destructivo, descontrolado. Es clamorosa la falta de inteligencia de las autoridades, la falta de sensibilidad de la gente misma, de los pobladores. A pesar de que hay un orgullo por lo que ha sido la historia del Cusco y los monumentos maravillosos que tenemos, no hay la sensibilidad que se necesita, el civismo que se necesita, para proteger todo esto. Entonces no hay un pueblo que se escape de la destrucción, desde la gran ciudad del Cusco a las ciudades pequeñas como Pisac, Paucartambo, Ollantaytambo, Urubamba o Chinchero, todas están en peligro de destrucción de ese patrimonio tan extraordinario que hemos recibido.
P. M.- Como arquitecto ¿qué sugieres, qué propones?
G. G.- La comparación siempre ayuda. El sitio donde más ha ocurrido este tipo de cambios a lo largo de la historia, y que lo ha resuelto de un modo ejemplar sigue siendo Italia. Pienso en algunos sitios concretos que he conocido, donde perfectamente conviven edificios que tienen dos mil años con otros que tienen quince o con otros que recién se están construyendo. Y estos no imitan a esos de hace cincuenta o cien años, sino que están haciendo edificios en base a lo que es la arquitectura actualmente, y no hay por qué tenerle miedo a eso.
Las funciones pueden ser nuevas, así como los materiales y las tecnologías, pero esto no tiene por qué chocar con, o afectar a, la ciudad pre-existente. El caso del Cusco también ha sido ejemplar de esto hasta antes del terremoto: no solamente la ciudad española se superpone a la inca al punto de volverse una unidad coherente e indisoluble; también hay notables ejemplos de adecuación de edificaciones republicanas y otras más recientes, como algunas casas del centro (en la calle Saphi y en Marqués) construidas en los años treinta o cuarenta, perfectamente adecuadas al contexto histórico, sin haber tenido que tratar de mimetizarse o renunciar a los materiales y detalles constructivos de su momento. Lo mismo puede decirse del Hospital Antonio Lorena en la plazoleta de Belén, o del Teatro Municipal de la avenida Sol, lamentablemente demolido a fines de los cincuenta. Más recientemente, a comienzos de los ochenta, hay un par de casos que podrían ser también tomados como referencia de estas ideas: uno es el edificio donde funciona actualmente la SUNAT, en la calle Santa Teresa, y el otro el Hospital de ESSALUD, aunque se encuentra fuera del centro histórico creo que eso no lo invalida como ejemplo. Pero no hay mucho más que eso.
Lo que sucede ahora es muy complejo y pernicioso, y no solamente en el Cusco sino en todas las ciudades del Perú, históricas o no. Por un lado, hay un crecimiento explosivo, de carácter prácticamente informal e ilegal, que escapa totalmente a la capacidad de control de las autoridades. Por el otro, lo poco que pasa por los controles y la formalidad es esterilizado por estas autoridades que, actuando de buena fe en el mejor de los casos, entienden mal lo que significa proteger el patrimonio, sometiendo a la nueva arquitectura con fajas y moldes que pretenden reproducir inútilmente lo pre-existente. El resultado es: por un lado un centro histórico rígido, acartonado, como una escenografía del siglo dieciocho; por el otro, una ciudad totalmente informal, caótica, descontrolada que va cubriendo todo el valle, las quebradas, el patrimonio natural y el histórico de las poblaciones vecinas con un manto de muy mala calidad urbana: una ciudad árida, sin espacios públicos, sin áreas verdes, con edificaciones siempre a medio construir, procurando a codazos distinguirse de las vecinas.
P. M.- ¿Qué solución puede tener esto?
G. G.- Reconozco que es un tema muy complejo y no creo que yo pueda darte una solución. Pero sí creo que lo primero que habría que buscar es hacer visible el problema. Hacerlo visible por todos, no solamente por las autoridades o los académicos, sino todos los ciudadanos. Dicho de otro modo, habría que politizar el tema. En este sentido creo que hay que saludar una iniciativa actual de las autoridades municipales que se llama Pacto por la Ciudad del Cusco, o algo así. Es un pacto que pretende comprometer, para comenzar, a todas las instituciones públicas y privadas que actúan en la ciudad en establecer políticas de largo plazo para preservar la calidad urbana de la ciudad, que sean abrazadas por todos y conducidas por las sucesivas autoridades, como las políticas de estado de las naciones. Creo que hay que apoyar esta iniciativa sin reservas, si no nos parece perfecta podemos luchar para perfeccionarla, no para abortarla. Pero hay que actuar ya. Ahora es casi demasiado tarde
.
P. M.- ¿Cuál fue tu relación con la fotografía del Cusco (fuese de la “Escuela cusqueña” o no) preexistente?
G. G.- Como te dije, yo comienzo a fotografiar muy jovencito, en la pubertad. Mis referentes, aparte del cine y los cómics, deben haber sido las revistas gráficas como Life que miraba con gran atención, pero no me sabía los nombres de los fotógrafos. Recuerdo particularmente una colección completa de la revista En Guardia que había en mi casa. Ésta era una publicación de suscripción gratuita, de propaganda del gobierno norteamericano durante la segunda guerra mundial y mi madre había sido suscriptora. Había impactantes imágenes de la guerra en Europa y el Pacífico. Allí vi, siendo niño, la famosa fotografía de los marines izando la bandera en Iwo Jima. Recuerda que, en esos tiempos, las publicaciones locales en el Cusco eran inexistentes. El Sol y El Comercio ni siquiera publicaban fotos. No había libros de fotografía ni la abundancia de publicaciones que hay ahora. Y si las hubo, no llegaban a esa remota pequeña ciudad andina.
Más adelante, ya en la universidad en Lima, conocí las fotos de Ansel Adams, Weston, Lange y otros que me parecían deslumbrantes y conmovedoras. También admiré, como todos, a Cartier Bresson que era mi favorito. Más tarde, vi los extraordinarios reportajes gráficos del brasileño Sebastiao Salgado. Todos ellos, y otros, sin duda habrán tenido alguna influencia en mi manera de ver el mundo, el mundo de la fotografía. Pero tampoco era que me dedicase a estudiarlos o viviseccionarlos, simplemente los admiraba y, claro, dejaban sus sedimentos.
Aunque parezca extraño, mi encuentro con la fotografía del Cusco se da ya en edad adulta, a fines de los años setenta cuando se comienza a divulgar la obra de Chambi por Edward Ranney y su equipo en una exposición en la Casa Garcilaso, creo que en el año 76. Más adelante, en los ochenta, cuando la Fototeca Andina expone la obra de otros cusqueños que ahora reconocemos. Y, creo que en el 89, cuando pude admirar el impresionante y absolutamente extraordinario trabajo de los fotógrafos de Ocongate que el proyecto Tafos expuso en una casa de la calle Santa Catalina.
P. M.- ¿Conoces la fotografía que se hace en el presente y qué piensas de ella?”
G. G.- Me gusta mucho la fotografía de reportaje. Siempre me ha gustado. Sobre todo en el sentido de que se vale de lo que está allí: la luz disponible, el espacio disponible, la fugacidad del momento; y de lo que es el fotógrafo: su instinto y reflejos, es decir, su capacidad de componer, encuadrar rápidamente.
Aprecio menos la fotografía de estudio. Yo mismo no la he hecho nunca, ni siquiera he usado flash. Sin embargo, entre mis fotos predilectas de Chambi y otros fotógrafos que he mencionado antes, hay varias que son de estudio. Tampoco me interesa la manipulación de las imágenes, muy fácil ahora con los instrumentos digitales. Menos todavía la manipulación pictoricista.
Respecto del “arte de la fotografía” del presente sé muy poco, creo que nada realmente. Hay estas corrientes conceptuales que en muy pocos casos llegan a interesarme, casi nunca a conmoverme. Por otro lado, la masificación de la tecnología y la superabundancia de producción y transmisión de imágenes, pueden llegar a banalizarlas, pero también permite y facilita el acceso de todos a instrumentos que antes eran solamente de algunos. De allí tiene que salir algo.
Comentarios
Sabes que la foto que has tomado en la calle Suecia, justamente es la puerta de una tienda de la casa que pertenecía a mi abuelo materno Gregorio Román que era arequipeño y que tocaba la guitarra muy bonito sobre todo los yaravis, a Melgar y que esa música hasta el dia de hoy es para mi muy hermosa.
Te agradezco que me hayas hecho recordar a mi familia.
Por favor escribeme
Saludos
Américo
americohuarihotmail.com
Siempre he buscado encontrarme contigo, amigo de mi infancia. Te encontré en este cruce del camino cuando ya tenemos 66 años de vida. Sin embargo puedo decir que siempre has sido muy capaz y eso lo vemos en esta entrevista que es una muestra de tu capacidad arquitectónica.
También felicito a este espacio periodístico como están promoviendo y enfocando la problemática del CUSCO nuestra querida tierra.
Saludos
Américo Huari Román
Suscripción de noticias RSS para comentarios de esta entrada.